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Contra el encargo del Rey

Contra el encargo del Rey

Sería necesario, a mi entender, que la propuesta del Rey fuera siempre posterior a la formación de una mayoría en torno al candidato, que debería primero conseguir los apoyos necesarios en el Congreso y sólo después ser propuesto por el Rey

ÁNGEL RODRÍGUEZ

Sábado, 14 de diciembre 2019, 09:51

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Dice la Constitución que el Rey debe proponer un candidato a presidente del Gobierno. Pero ese candidato -esto no lo dice, pero va de suyo- no es el candidato del Rey. Por eso creo que es incorrecto, como se viene haciendo desde hace unos meses, hablar de 'encargo' para referirnos a las propuestas de Felipe VI. Su bisabuelo, y antes su tatarabuelo, sí que daban un encargo a los nuevos presidentes. Pero eran tiempos en los que la legitimidad del Gobierno no descansaba sólo, como ahora, en la voluntad popular reflejada en el Congreso, sino que era necesario que el Gobierno tuviera también la confianza del Rey. El presidente nombrado por el monarca, contando ya con la confianza regia, recibía el encargo de formar un gobierno que le garantizara también los apoyos con los que obtener la confianza parlamentaria. Nunca sabremos si, como ocurrió en otras monarquías europeas, este sistema de 'doble confianza' habría evolucionado hacia su plena democratización, porque la corrupción terminó pudriendo aquel régimen político, en el que generalmente el Gobierno se aseguraba la confianza del Parlamento mediante elecciones sistemáticamente amañadas. Lo que sí sabemos es que el actual procedimiento de investidura se sitúa en sus antípodas.

Bajo la Constitución de 1978, el Rey debe limitarse a constatar que hay un candidato al que apoya una mayoría parlamentaria suficiente para alcanzar el Gobierno y, a través del presidente del Congreso, proponerlo para ser investido presidente. Hasta el año 2016, la labor del Rey estaba facilitada por la celeridad en alcanzar esa mayoría que propiciaba el bipartidismo imperfecto. En el actual escenario de fragmentación parlamentaria, la formación de mayorías es más costosa y lenta y en varias ocasiones ha terminado en una investidura fallida. Es inevitable que ante el tremendo problema de gobernabilidad que la nueva situación política trae consigo, se susciten cambios en el papel del jefe del Estado en el procedimiento de investidura. Sin embargo, habría que preservar su esencia, que no es otra que mantenerla alejada de cualquier atisbo del viejo encargo asociado al principio de confianza regia, que ya no tiene cabida en nuestra democracia. Para ello sería necesario, a mi entender, que la propuesta del Rey fuera siempre posterior a la formación de una mayoría en torno al candidato, que debería primero conseguir los apoyos necesarios en el Congreso y sólo después ser propuesto por el Rey. Justo al revés de lo que viene sucediendo en los últimos tiempos.

Con ello evitaríamos dos riesgos distintos, pero en cierto modo complementarios: el primero, que el Rey terminara creyendo que entre sus funciones constitucionales se encuentra ayudar a la gobernabilidad sugiriendo un candidato a las Cortes; el segundo, que la propuesta regia se viera como una ocasión para dotar de un plus de legitimidad a favor de quien aún tiene que negociar los apoyos políticos necesarios para ser investido.

Con respecto a lo primero, hay que reconocer que existe cierta indefinición constitucional entorno a las funciones arbitrales y moderadoras que la Constitución encomienda al Rey, incertidumbres que, como casi todo lo relacionado con la figura del Jefe del Estado en las monarquías parlamentarias, se van resolviendo mediante la instauración de precedentes y costumbres constitucionales que con el tiempo se vuelven vinculantes. En todo caso, entre esas funciones no debería encontrarse la de facilitar la gobernabilidad interviniendo en el proceso de investidura. Con respecto a lo segundo, no es ni mucho menos inimaginable (más bien todo lo contrario) que un candidato enfrentado a una compleja negociación para alcanzar la mayoría suficiente para ser investido ceda a la tentación de usar el encargo (y con ello a la Corona) para fortalecer su posición negociadora o restar legitimidad a los grupos que hayan decidido no prestarle su apoyo. Dos modalidades distintas, pero igualmente antidemocráticas, de resucitar el fantasma del viejo encargo real.

La secuencia que aquí se postula (afianzar primero la mayoría y solo después ser propuesto por el Rey) exigiría un mayor fortalecimiento de la figura del presidente del Congreso, cuyo papel en la investidura, reconocido por la propia Constitución, debería dotarse de mayor protagonismo. La exigencia constitucional de que refrende la propuesta regia debería facultarle también para impulsar las negociaciones pertinentes e indicarle al Rey cuando, una vez formada una mayoría de apoyo a un candidato, podría iniciar su propia ronda de consultas.

Volvamos al pasado. También el padre de Felipe VI hizo uso del encargo, pero fue una sola vez y, paradójicamente, en un sentido totalmente opuesto a sus predecesores. En julio de 1976 encargó la formación del Gobierno a un joven y desconocido Adolfo Suárez. Entonces al presidente del Gobierno lo designaba libremente el Jefe del Estado de entre una terna que le presentaban unos cuantos prebostes del régimen, entre ellos los jefes de los ejércitos y el obispo de mayor jerarquía de entre los de la Iglesia Católica (recuérdelo la próxima vez que le digan que la Transición no cambió tanto las cosas). Para que fuera nombrado el candidato del Rey fue preciso colarlo en la terna, lo que solo fue posible gracias a quien entonces presidía aquel 'Consejo del Reino', Torcuato Fernández Miranda. «Estoy en condiciones de llevar al Rey lo que el Rey me ha pedido», declaró tras haber sido aprobada la triada de nombres del que habría de salir el próximo presidente del Gobierno. Aquel fue el último 'encargo' antes de la llegada de la democracia. Hoy nadie debería echarlos de menos en la España constitucional.

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