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A Marta López, novia de Kiko Matamoros, le hicieron la siguiente pregunta al concursar en el certamen Miss World Spain: «Si pudiera encontrar una cura para una enfermedad, ¿cuál sería?». «Si tuviera que elegir una enfermedad sería el mal», contestó. Es más una respuesta del padre Karras que de una aspirante a miss. Y, a partir de ahí, el lío. Pero respuestas locas de mises nerviosas hay muchas: Miss Panamá tuvo que comentar una máxima de Confucio, y soltó «Confucio fue uno de los que inventó la confusión. Fue uno de los chinos japoneses de los más antiguos». Si yo tengo que contestar a esa pregunta en bañador, sobre una pasarela y ante millones de personas que me están viendo por televisión, digo que Confucio fue el que descubrió el prepucio. Y me quedo más ancha que larga. Sobre todo, ancha.

El mal, diga lo que diga una aspirante a miss, no es ninguna enfermedad. Es lo que decide Twitter que sea cada cuatro horas: Trump, Pablo Iglesias, Díaz Ayuso o Carmen Calvo. Incluso puede parecer que el mal es dejar a personas abandonadas a su suerte en el mar durante diecinueve días, pero no, estábamos equivocados: el mal es rescatar a esa gente, y ahí están la denuncia de Vox y la posible multa del Gobierno para demostrarlo. El mal, en estos tiempos, es relativo. Asombrosa y asquerosamente relativo. Y por eso es tan terrible.

El único mal sobre el que no hay discusión posible es el mal en estado puro. El mal sin adjetivos ni colores, el mal absoluto. Es el demonio alojado en el cuerpo de Linda Blair o en los dedos de Leticia Sabater: la ínclita ha escrito una novela que se publicará en septiembre, una ficción con toques autobiográficos protagonizada por una chica que se convierte en superheroína. Si Leticia Sabater metida a escritora no es la encarnación del mal, se le parece bastante. Ahora sí que necesitamos al padre Karras.

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