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Es posible que haya llegado el momento de valorar en su justa medida la certidumbre bajo la que periódicamente se celebran las elecciones municipales. No certidumbre sobre los resultados, que siempre son una incógnita, sino acerca de a lo que cabe atenerse una vez que se ha votado. Los ciudadanos saben que van a las urnas en una fecha determinada, el último domingo de mayo cada cuatro años, y que salvo imponderables tres semanas después se celebra el pleno de investidura en el que se otorga el bastón de mando al nuevo alcalde. Los ciudadanos cumplen con su obligación cívica un día y los políticos están obligados a cumplir con la suya durante las siguientes tres semanas.

Ese es el tiempo que los partidos que han conseguido representación municipal, si nadie alcanza la mayoría absoluta, tienen para ponerse de acuerdo y formar el nuevo gobierno. Como saben que esas tres semanas son improrrogables, los grupos políticos se esfuerzan en limar diferencias y alcanzar pactos. Los egos, el orgullo y las afrentas suelen dejarse de lado. El que no es capaz de superarlos está condenado a quedar al margen.

Si no hay acuerdo, el primer candidato de la lista más votada se convierte en alcalde o alcaldesa y asume que tendrá que gobernar en minoría y contar con la oposición para sacar adelante los asuntos más trascendentales. Así durante cuatro años, con sus respectivos cuatro presupuestos. Sólo puede presentarse una moción de censura por legislatura y no hay posibilidad de disolver las corporaciones, ni de adelantar elecciones, ni de decirle a los vecinos que se han equivocado y que tienen que votar de nuevo. Elecciones, tres semanas para pactar y cuatro años para gobernar. Parece sencillo.

Puede que haya llegado el momento de plantearse si estas normas, que rigen para todos los municipios de España, desde la capital del Reino hasta el más minúsculo de los pueblos, no deberían comenzar a aplicarse, reforma constitucional mediante, en comunidades autónomas y también para el Gobierno central.

Posiblemente cuando se diseñó la arquitectura institucional del Estado se entendió con buen criterio que había que fijar unas normas estrictas para los más de ocho mil municipios españoles y evitar de esa manera que el país viviera en un estado de efervescencia electoral permanente. Y con un criterio que seguramente pecó de exceso de optimismo se concluyó que la madurez y la responsabilidad de la clase dirigente hacían posible flexibilizar la norma en Gobierno central y comunidades autónomas. Quizás se suponía que a mayor grado de competencia habría más solvencia, más madurez, más responsabilidad, menos egos, menos caprichos. Demasiado suponer.

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