Disonancia afectiva
El contraste entre lo que oyes y lo que sientes
VIOLETA NIEBLA
Lunes, 13 de octubre 2025, 02:00
Esta semana he aprendido un término nuevo que, sin embargo, me ha acompañado toda la vida: disonancia afectiva. Me arranqué a preguntarle a Google: ¿Por ... qué a veces cuando escucho música alegre me pongo profundamente triste? Y me respondió que podía ser por varias razones, de las cuales la que más me resonó fue esta: la música alegre puede amplificar una tristeza latente. Si estás en un estado emocional más frágil o introspectivo, la alegría ajena (aunque sea sonora) puede sentirse como una especie de desajuste o incluso como una imposición. Es lo que en psicología se llama disonancia afectiva: el contraste entre lo que oyes y lo que sientes genera incomodidad o melancolía.
Le pregunto a Google qué otras asociaciones de este tipo se pueden dar y, al leerlo, siento que estoy leyendo mi carta astral. Algo que ha estado siempre ahí pero no he comprendido. Una piedra muy oscura de mi personalidad: reírme mientras cuento algo que me ha dolido; sentir mucha rabia y, sin embargo, hablar con una calma que asusta; decir que no pasa nada mientras por dentro todo se me derrumba; disociarme en una situación bonita, como puede ser mi cumpleaños, estar allí pero mostrarme ausente.
Si el daltonismo confunde los colores y la dislexia desordena las palabras, la disonancia afectiva desajusta el interior: hace que se crucen, como flechas, lo que pensamos, lo que sentimos, lo que mostramos y lo que recordamos.
No soy la única. A muchas personas les pasa. Lloran de alegría. Se ríen en los funerales. Se enfadan cuando alguien las abraza. Sienten alivio cuando algo termina, aunque ese algo les gustara. Dicen «te quiero» cuando realmente piensan «no puedo más». Vivimos rodeadas de pequeñas disonancias afectivas: gestos que no coinciden con la emoción y emociones que no coinciden con la escena.
Tal vez sea una forma de defensa. O de poesía. O la prueba de que el cuerpo va por libre. Que las emociones no son lineales, son un mapa y cada coordenada tiene su propio idioma. Quizá la disonancia afectiva sea, en el fondo, un escudo, una manera de sobrevivir a la intensidad. Un modo de amortiguar el golpe, de mantener el equilibrio entre lo que deberíamos sentir y lo que sentimos de verdad.
Al final, puede que sea ahí donde se esconde lo más humano: en la grieta entre lo que mostramos y lo que somos, entre la alegría que suena en nuestras listas de reproducción y la tristeza con la que se apaga.
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