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Un no discurso es un ladrillo sin edificio al que sostener. Palabras que juegan al escondite. El verbo en búsqueda y captura. Un no relato. La realidad que cabe en un teleprompter. Felipe VI en el Palacio Real frente a lo efímero de las cámaras.
La monarquía es clave en nuestro edificio constitucional. Símbolo de la unidad y permanencia de nuestra nación. El Rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones. No hace política, pero la política lo desnuda. Felipe VI sostiene lo que el juancarlismo patrio destruyó, con dignidad y tristeza. Busca el equilibrio en las palabras, esperando que llegue el tiempo de la España de Leonor, sin molestar al PSOE ni al PP demasiado. Es un quiero y no puedo constante y agotador. Acepta el papel que le han asignado, con la resignación del que conoce el papel que la Historia le tenía reservado. Prefiere la obligación a la inspiración. Bajo ese prisma, podemos entender su no discurso de Navidad de la semana pasada. Sus palabras encorsetadas describieron a una España desconocida para la mayoría. Es verdad, que no seré yo el que tenga la menor duda de su compromiso total con nuestra nación, con su legalidad y con su actual modelo de derechos y libertades, pero esperábamos en él un análisis más crítico de la realidad. La crítica inspira, construye y constituye. España es una crítica con muchos siglos a su espalda. No es cuadro inacabado al que se le ha acabado la pintura. Podemos entender sus límites, pero su no discurso olvidó la grave crisis institucional que vivimos en nuestro país. La corrupción gubernamental que está siendo investigada en múltiples juzgados, la colonización partidista de la gran mayoría de las instituciones del Estado, el acoso al poder judicial desde el poder ejecutivo, la cesión permanente al secesionismo para el sostenimiento de una mayoría parlamentaria, el ataque continuo al régimen constitucional del 78 como garante de la concordia por parte de la extrema izquierda, son algunos de los males de nuestra democracia. El abandono de la ejemplaridad pública es el común denominador de esta crisis institucional que no quiso retratar el monarca para no darle la Nochebuena ni a tiros ni a troyanos. Perdió una oportunidad histórica para inspirar. No tenía que embarrarse en ningún tipo de fango para declarar que la ejemplaridad pública debe ser el principio necesario y organizador de nuestra democracia moderna. La cultura de la ejemplaridad despierta en los demás la ambición de ser mejores.
Me quedo con las palabras del gran Enrique García-Máiquez que nos señala el ideal al que debieran aspirar los servidores públicos: «La verdadera nobleza es autoexigente: debemos vencernos en vez de venerarnos».
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