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Hay algo arriesgado, casi kamikaze, en erigirse juez moral, guardián de las esencias, y no sólo porque el título resulte más sospechoso que el máster de Pablo Casado o la tesis de Pedro Sánchez. Los periodistas caemos demasiadas veces en el error arrogante de creernos propietarios de las llaves de la ciudad, como si nos revelaran la verdad absoluta cada noche, cuando en realidad deberíamos limitarnos a cuestionarlo todo, hasta lo que vemos en el espejo: hacer mil preguntas y aspirar a responder alguna. Pero el ego se desborda como un río inundado, capaz de arrasar con todo si los cauces necesarios no están bien limpios y en su sitio. Créanme, sé de lo que hablo. He vivido rodeado de periodistas, primero por imposición y luego por elección, hasta convertirme, qué remedio, en uno, demostrándome que el síndrome de Estocolmo tiene ramificaciones asombrosas. No me arrepiento, como tampoco se arrepienten los adictos, aunque a veces incomode tanta certeza, este hueco estrecho para la duda, siempre con la opinión afilada y dispuesta, formada apenas cinco minutos después del acontecimiento, cuando no antes. Fíjense si somos soberbios que, al menos en mi promoción, durante la carrera estudiamos una asignatura llamada Construcción periodística de la realidad, como si fuésemos dioses o peritos judiciales.

Ahora que se acercan la Semana Santa y las elecciones, actos de fe, al devoto sólo lo separan dos letras, una sílaba apenas, del voto. Y pasearán los candidatos como elevados en tronos: regalando promesas, coleccionando peticiones, llenos de besos sonoros, de los que Almodóvar llama manchegos, aunque también podrían ser andaluces o de abuela, porque nadie estampa los besos como una abuela. No faltará quien diga que se trata de un comentario machista. La dictadura de lo políticamente correcto genera tanta pereza como el postureo de la incorrección política, pero nada es nuevo: los malotes de la clase ya existían en los noventa. Hablando de Almodóvar, en 'Dolor y gloria', su última película, el personaje interpretado por Antonio Banderas tiene una frase demoledora, una disculpa emocionante a su madre: «¿Te he fallado por ser simplemente como soy? Lo siento mucho». Escrita pierde, o mejor dicho: en boca de Banderas gana, porque está de premio, aunque moleste a los guardianes de las esencias de la ciudad, que lo crucificaron por el caso del Astoria. Vaya por delante que no tengo claro mi voto, como tampoco la existencia de dios, pero sí mi ruego: que no me crea nunca, señor, repartidor de ética.

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