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Ni en casa puede estar ya uno tranquilo. Justo el día que decides no ducharte y que tienes el salón como si hubiera pasado Atila, te plantean hacer una videoconferencia a cuatro. O grabar un vídeo. O un directo en Instagram. En estas jornadas de puertas cerradas, las casas están más abiertas que nunca.

Para conectar con el mundo exterior hay que buscar un decorado interior. Montar un set en casa, un plató. A poder ser con biblioteca al fondo, que eso queda muy lucido siempre y cuando tengas la precaución de esconder el recuerdo de comunión de tu primo Joselito y poner a tiro de cámara una cuidadísima selección de obras: clásicos variados, ensayos en inglés, novelas de un autor español reivindicado recientemente, ejemplares de pequeñas editoriales diseñados con primor, viejas enciclopedias usadas. Una vez conseguido el plano general, hay que preparar la mesa de trabajo, colocándolo todo de forma aparentemente descuidada pero en perfecto equilibrio compositivo, compensando los volúmenes de la taza de café con la goma de borrar de la Tate Gallery, el flexo Tolomeo y la agenda Moleskine. La escenografía acaba siendo una compleja maniobra autobiográfica destinada a ocultar quiénes somos para mostrar quiénes queremos ser: tipos cultos, sofisticados, políglotas, a los que han pillado en la intimidad de su hogar. Oh, sorpresa.

Por eso ha resultado tan desconcertante la puesta en escena del discurso del rey: atril, palmera, pasillo. Señor de azul sobre fondo ocre. Chimpún. Nos hubiera impresionado más ver a Paquirrín recluido en 'Cantora' con un ejemplar del 'New York Times' abierto sobre la mesa. O con cualquier periódico español. Vivimos tiempos extraños en los que puede pasar cualquier cosa.

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