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Quiero pensar que, al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor (…), que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia». Estas palabras, pertenecientes al discurso que Mendoza pronunció en la ceremonia de entrega del Cervantes, demuestran que, por lo que sea, la risa no tiene muy buena prensa; y aunque casi todos disfrutamos de sus mieles en privado, no somos tantos los que nos atrevemos a situar a los grandes humoristas de la historia -practiquen la materia que practiquen- a la altura de quienes, con igual destreza pero no mayor mérito, cultivan o han cultivado otros modos de hacer.

Discrepo con Mendoza: yo sí creo que el humor es un género menor. Pero no en el sentido que se le suele dar a esta expresión: la risa es una disciplina que se trabaja de manera artesana, en letra minúscula, con la orfebrería que requieren los oficios y la paciencia propia del carpintero. Dista de ser, sin embargo, un género menos importante. A la trayectoria de José Luis Cuerda me remito: el albaceteño ha sido uno de los grandes creadores de universos de las últimas décadas. Su producción es universal pese a un nivel de localismo casi militante, y esto se debe a un código compartido que tiene que ver con la tradición del absurdo. El cine de Cuerda nunca morirá porque bebe de una fuente de eterna juventud, la comedia, que en nuestro país se ha particularizado en Cervantes, en Gómez de la Serna, en Berlanga o en Mihura; pero también en Gila, en Tono, en Almodóvar o en Ibáñez. Quienes encontramos en el humor el único modo de expresión posible echaremos de menos su descarada inteligencia narrativa y su mordacidad fuera de escala. Yo creo que, para despedirlo, me voy a sacar la chorra.

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