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Ahora la muerte se lo ha llevado todo: los cuadernos de infancia, los muebles de madera, los pupitres, los cobres empañados, el balcón desde donde aquel niño se mecía en un caballo de papel, cementerio marino de una vida que hizo de las letras el principal modo de aparecer, de ser y de expresarse con un gracejo que no iba a dejar a nadie indiferente. Que pare ya la Parca esta Semana de Pasión que también nos ha sobrecogido con una catedral irrepetible que el fuego ha convertido en una carcasa donde flota buena porción de la Historia del mundo, aunque últimamente parece que esto poco importa, no importan ni la Historia ni el universo entero, sólo la fugacidad de los acontecimientos que se suceden en trágica cascada, sin reflexión ni método. Mi corazón soporta estas noticias, una detrás de otra, manantial incesante, cada cinco minutos, y convendrán conmigo que el corazón y la conciencia tienen un límite, un grado cero y ese minuto de intenso dolor que provoca la tosca alegoría de la muerte.

Manuel Alcántara se ha ido lentamente, su adiós ha sido dulce, pacífico, se ha ido sin estridencias, como la amistad con la que me honró durante tantos años, una amistad callada, subterránea, quieta, siempre coronada con un par de dry-martinis que eran el inicio de un festival gastronómico. Quizá fue así porque nunca le pedí nada, bueno, sí, sólo escuchar sus divertidas anécdotas, y aún cuando me las contara varias veces, todas las versiones me sonaban distintas. Les confieso que he soñado que estaba escribiendo esta crónica mucho antes de conocer el fatal desenlace, pero ha tenido que ser hoy, miércoles santo, cuando el maestro de los articulistas que todos recordamos en hagiografías más o menos acertadas, ha decidido despedirse. Miro el cielo encapotado -desde donde Alcántara a partir de hoy enviará a SUR su columna diaria- y pienso que, en realidad, llueve sobre mojado, a pesar de que las cúpulas de Notre-Dame ardieron sin festejar la nieve, y la aguja y las gárgolas que he visto, alguna navidad, congelados, dibujaron una dramática hoguera, tengo la sensación de que llueve sobre mojado, que aquello que yo escriba, o diga, estaba escrito desde mucho antes, y que mi sentimiento no es capaz de encontrar el hilo invisible que suture la herida de su ausencia.

Adiós, maestro, a los dos nos unía un poeta ciego de la Cruz del Sur, el bailarín-boxeador Panamá All Brown, las alas de Jean Cocteau en las puertas giratorias del Hotel Wellington, la fascinación por Ava Gardner, el gran Óscar Wilde, la ironía, la sátira, el sarcasmo, y tantas otras cuestiones, nada vanas, que hoy se diluyen en el tintero invisible de la existencia. La verdad es que me siento en deuda contigo porque he debido disfrutarte mucho más, escucharte mucho más, saber que estabas ahí como testigo perenne de otras épocas sufridas y vividas en directo, a lo que sumo la declaración de una virtud que llevabas escondida: pertenecías a la estirpe sagrada e inmutable de los generosos. Pero dejemos esa heráldica. Ahora se impone un mudo abecedario: agua y sed, brasa y luz, cuerpo y sudario.

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