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Ver la desilusión en los ojos de mis hijos es una de las cosas más difíciles de soportar para mí. Llevo desde que nacieron sufriendo ... por adelantado el temido momento en que dejen de creer en los Reyes Magos. Emma tiene 6 años y Bruno, 3. Todavía conservan esa preciosa inocencia que me gustaría que durara para siempre, aunque sé que la irán perdiendo poco a poco. Por eso explicarle a Emma por qué se conmemora el Día de la Mujer me resultó tan difícil. Contarle que hace no tanto tiempo en España las mujeres no podían estudiar, votar o viajar solas. Que hay países donde a las niñas no las dejan estudiar y tienen que cubrirse enteras como si su cuerpo y su cara tuvieran algo de malo. Que hay personas, aquí mismo, en su país y su ciudad y puede que hasta en su bloque, que piensan que las mujeres son menos inteligentes, menos valientes, menos válidas, en fin, que los hombres.
Cuando le dije todo esto, ella me miró sin comprender y me dijo: «Pero mamá, eso cómo puede ser. Si somos iguales». Y pude notarla en sus ojos: la desilusión, la extrañeza ante un mundo que ella imaginaba perfecto, pero está muy lejos de serlo. No quiero ni imaginarme cuando me toque explicarle qué es una violación, por qué hay hombres que matan a sus mujeres y a sus hijos o qué es una prostituta. O cuando tenga que aconsejarle que cuando vuelva a casa de noche, lo haga acompañada.
Contarle estas verdades a nuestros hijos supone reconocer nuestra derrota: nuestra generación no ha sido capaz de construir una sociedad igualitaria para ellos. Hay avances, por supuesto. Entre ellos, uno fundamental conseguido en la última década: la conciencia feminista que nos hace ser capaces de detectar conductas que antes nos parecían normales y son profundamente machistas. Como decía ayer mi compañera Regina Sotorrío en su fantástico artículo, somos muchas las mujeres que en estos últimos años nos hemos vuelto mucho más conscientes de las desigualdades, los paternalismos y los micromachismos que antes asumíamos como naturales. Esto es igual de cierto que el peligro real de retroceso que afrontamos con el auge del pensamiento reaccionario en todo el mundo.
Sé que nosotras no vamos a ganar esta guerra por completo, pero sigamos peleando batalla a batalla. Abandonemos esas inercias machistas en las que sin darnos cuenta caemos todos y todas de vez en cuando. Ese «Vaya padrazo, cómo cuida de su hijo». Ese preguntarte a ti (y no a tu marido) después de tener un bebé si te vas a coger una reducción de jornada. Ese chat del colegio con un 80% de madres. Esos coloquios sobre conciliación a los que sólo invitan a mujeres y esos otros coloquios sobre temas 'importantes' (ciencia, política, arte o cine) a los que sólo invitan a hombres. Ese llamarte mandona, sargento o histérica cuando dejas de ser todo lo amable que deberías.
Sobre todo, por favor, dejemos de cometer estos micromachismos con nuestros hijos e hijas: ellos no se merecen que les pongamos ese lastre a la espalda. Por su cumpleaños, a mi sobrina le regalaron un libro «para niñas»: lleno de brillantina, unicornios y arco iris. Me puse a leerlo con ella y con mi hija y en la tercera página, la protagonista ya decía que las matemáticas eran aburridas. Me acordé de aquel estudio que investigaba la desigualdad de género en las profesiones STEM: concluía que a los 6 años, ellas ya se perciben como menos brillantes que ellos en matemáticas y que la culpa es de 'tonterías' como la de ese libro: estereotipos transmitidos por la propia familia, por profesores, por amiguitos, por los dibujos que ven o los cuentos que leen. Y el lastre del género también lo cargan ellos. Hay familias (más de las que yo creía) donde los niños no pueden jugar con muñecas, no pueden apuntarse a baile en vez de a fútbol, no pueden jugar a pintarse las uñas, no pueden llorar... porque todo eso es de niñas.
Ojalá mis hijos no tengan que explicarle a los suyos por qué es necesario seguir conmemorando el 8M.
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