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Como un caracol

Como un caracol

Los humanos tenemos que aprenderlo todo, hasta hablar y andar, pues si nadie nos habla ni nos enseña a andar no lo haremos, aunque tengamos una predisposición innata a ambas cosas

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Lunes, 6 de enero 2020, 09:48

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Sin la cultura los humanos no podríamos sobrevivir. El resto de los seres vivos sí, con la excepción tal vez, de los grandes simios y aquellos mamíferos, que poseen ya, lo que parece un comportamiento cultural rudimentario. Desde luego nada tan polisémico como la palabra cultura, por lo que aquí utilizaremos la idea de cultura entendida de una manera amplia, como todo aquello que no puede ser transmitido genéticamente. Y los humanos tenemos que aprenderlo todo, hasta a hablar y andar, pues si nadie nos habla ni nos enseña a andar no lo haremos, aunque tengamos una predisposición innata a ambas cosas. Y si es así para dos funciones tan básicas qué decir de, por ejemplo escribir. Nada tiene de innato aprender a escribir, como tampoco los cálculos numéricos y, menos aún los descubrimientos de Cajal o la formulación del principio de incertidumbre de Heisemberg. Lo verdaderamente increíble es que al no nacer aprendidos, todas las generaciones tienen que transmitir todos los conocimientos a las siguientes pues, pues si no lo hacen, se perderán, lo que sería una verdadera catástrofe para la especie humana. Una especie que tiene que cargar con toda la información a cuesta, generación tras generación, como el caracol lo hace con su casa. Naturalmente no queremos decir que todas las personas tengan que recibir todo el legado cultural acumulado. El legado se va transmitiendo repartido, según capacidades u oportunidades individuales o del grupo. Y esto que nos parece tan natural, si lo miramos bien es un trabajo ímprobo que hacemos sin tener conciencia de su magnitud. Y sin embargo parece necesario hablar de ello, hacerlo visible, pues si fuéramos conscientes de la dimensión del empeño muchas de las diferencias entre los grupos humanos desaparecerían o disminuirán al comprobar que todos somos portadores y responsables de la transmisión de un conocimiento que no pertenece a este o a aquel sino a toda la humanidad, ahora considerada como una especie animal cuya supervivencia depende de la transmisión de ese legado. Porque lo que hace a los homínidos sapiens es la cultura. No (solo) los genes que compartimos en más del 95 % con los grandes simios, ni el metabolismo celular que compartimos con las bacterias, ni los instintos básicos de reproducción, comunes a todas las especies sexuadas o el de comer, imprescindible en todo ser vivo. Lo que nos distingue de todos los demás es nuestra capacidad de fabricar artefactos, de tener deseos imposibles de satisfacer y de inventar e imaginar mundos que no existen. La imaginación y la tecnología constituyen el hecho diferencial de lo humano y, como tales, imprescindibles para su supervivencia. En algún momento de la evolución aquellos simios se separaron del filo que nos mantenía unidos a los chimpancés y comenzaron a evolucionar de otra manera. Por primera vez en la historia de la evolución una especie «se sale de sí» y comienza a buscar mecanismos externos a la propia evolución biológica lo que le dio ventajas evolutivas al permitirle aumentar su competencia frente a otras, sin tener que esperar a los lentos cambios biológicos de la selección natural. La tecnología y la cultura van apareciendo como mecanismos complementarios y compensatorios de las limitaciones biológicas. La evolución no es finalista, pero las consecuencias de este hallazgo evolutivo darán lugar a que los humanos, en un momento determinado de la evolución, se vean embarcados en dos procesos adaptativos complementarios: la evolución biológica, lenta e imprevisible y la evolución cultural rápida y, al menos en teoría, previsible. En un momento, el de hoy, en el que, de nuevo, todas las esperanzas están puestas en la biología (con más precisión en la biotecnología) parece necesario recordar que lo que nos ha traído hasta aquí ha sido la evolución cultural. Desde luego la cultura no surge en el vacío sino desde un cuerpo humano que la sostiene y, de alguna manera condiciona. Pero la cultura sobrevive al cuerpo humano, como sobrevive también el cuerpo en sus descendientes. Por eso parece necesario, sin dejar de mirar al interior de nuestro genoma, prestar más atención a ese mundo exosomático que forma parte de la naturaleza humana tanto o más (en mi opinión mucho mas) que el somático, con el que interacciona y se complementa. Hoy existe por parte de muchos científicos la idea de que la libertad y la moral, esos subproductos inesperados de la evolución tecnológica y cultural, que singularizan a los humanos, no son más que productos secretados por nuestro cerebro y que como tales podrán ser manipulados. Por alguna extraña razón es frecuente que cuando la neurociencia encuentra en sus experimentos motivos para poner a prueba los conceptos de libertad y de moral a la manera humana, se apresuren a anunciar su muerte. Al fin y al cabo los primatólogos están comprobando en los grandes simios los rudimentos de una moral de la que los humanos lo único que nos distinguiríamos es en la «cantidad».

Pero, ¿es que acaso podía ser de otra manera, salvo que tengamos un enfoque creacionista de la naturaleza humana?La evolución cultural es también parte de la evolución aunque sus leyes no sean siempre darwinianas. Pero sea como fuere, lo verdaderamente asombroso es que todos comenzamos nuestra vida moral heterónomamente y tenemos que ir construyendo nuestra autonomía (esa condición imprescindible para que la libertad no sea solo retórica) mediante el aprendizaje. El profesor Diego Gracia dice con toda razón que «ser autónomo no es solo una rareza sino también una heroicidad». Y es en esta tarea heróica de «domesticación» donde todos y cada uno de los individuos de una generación se juegan su futuro y también, con el suyo, el de toda la humanidad. Es también esta la razón por la que todos los seres humanos, una vez nacidos, son imprescindibles porque, en mayor o menor medida, también todos tienen que apechugar con el peso de la historia.

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