Canta y sé feliz
Bueno, eso de cantar y ser feliz era en los tiempos de Peret, cuando el rey de la rumba catalana representaba a España en Eurovisión, ... cuando el régimen languidecía y a los súbditos se los trataba de seguir anestesiando con la canción del verano y las penúltimas confabulaciones judeomasónicas. Ahora cantar se ha vuelto una cuestión de Estado. Eurovisión es la nueva asamblea internacional, una especie de ONU continental donde se dirimen graves conflictos a manos de esperpentos ante los que se rinden no solo los amanerados frikies de cada país convertidos en masa por obra de los medios de comunicación sino los políticos y unos supuestos sociólogos que analizan el evento al modo de una manifestación tribal.
Si a los jóvenes del tardofranquismo nos hubieran pronosticado un futuro en el que la banalidad eurovisiva con su chimpún-chimpún y su purpurina electrónica colonizaría espacios de primera página en la prensa nacional y sería cuestión prioritaria en los informativos de televisión tal vez nos habríamos dado más a la bebida y a las drogas -imitando la desesperación suicida de nuestros ídolos- ante un futuro de perspectiva tan rancia. Más o menos como si una parcela de 'El planeta de los simios' se hubiera adueñado de la realidad. The Doors, Pink Floyd, Janis Joplin, Mike Olfield, Eric Clapton derrotados por una pachanga multimillonaria y el borriquito -o la zorra- como tú.
La banalidad aceptada como elemento hegemónico y así elevada a la categoría de lo trascendente. Lo explicó larga y detalladamente Mario Vargas-Llosa hace diez o doce años en el ensayo 'La civilización del espectáculo' y lo padecemos todos. Todos. No solo un reducto que puede ser tachado de elitista, fatuo, pedante y presuntuoso abuelo Cebolleta. Quienes forman tumulto y sienten el fervor eurovisivo son las primeras víctimas de la frivolización de la cultura. Ellos son quienes más gato consumen en vez de liebre. Ellos son los primeros que rinden culto a algo antiguo, desfasado y carca. Están emparentados en línea directa con el cutrerío musical de Jaime Morey, Remedios Amaya y su barca o un tal Chikilicuatre a escala continental. Y no es que Jim Morrison fuese Mozart, pero además de que se trataba de un poeta, el consumo popular de su música era una puerta para alcanzar niveles estéticos más elevados y no la boca de una alcantarilla. Pero he aquí que la guerra de Gaza y el Estado de Israel se ven afectados por el festival de Eurovisión, y sus representantes, ya sea el defenestrado fantoche de Países Bajos o la chica de Israel, se convierten en puntales de conflictos bélicos o sociales. Pues eso, canta y sé feliz.
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