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Caballos

FRANCISCO APAOLAZA

Jueves, 4 de octubre 2018, 09:04

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Ahora que me asomo estático al vértigo blanco de esta columna, la escucho llamarme. A la yegua no le gusta quedarse sola y por eso, me intuye a unos metros y emite ese sonido ronco que podría distinguir entre la llamada de mil caballos. A veces, cuando está en el prado allá lejos, si me escucha silbar, llena el aire con un relincho fuerte y entrecortado. He dedicado mi vida a coleccionar escalofríos, pero confieso que existen pocas cosas que se parezcan a cruzar la esquina de la cuadra y escuchar la llamada de la yegua, pues tienes la sensación firme de que pase lo que pase y hagas lo que hagas, tu caballo te estará esperando. A veces, de noche, cuando en la cama no logro encontrar el camino de la paz del sueño, la imagino en la cuadra de madrugada, sobre el lecho de su viruta, arropada por el calor de los demás caballos de la cuadra, resguardada en ese mundo fragante de paja y de pienso que para alguna gente apesta. Los caballos huelen mal para los que no son del caballo. Para nosotros, ellos huelen bien.

Los caballos toman el pulso ya no solo de lo que somos en un instante, si no de lo que podemos llegar a ser. Los caballos nos ven por dentro. Si se quiere conocer a un hombre, basta con mirar a su caballo. Por eso mismo, montar es un ejercicio emocional. Ese es su misterio. Los caballos se comunican con nosotros sin palabras y sin gestos. Esa virtud y quizás su tendencia de animal de manada a estar acompañados, es la que los convierte en seres mágicos.

Montar es conectar energías cambiantes. Supone un ejercicio casi espiritual y por eso, un crío de cinco años puede -y suele- montar mejor que alguien que lleva treinta años cabalgando. Con mi hija, que tiene seis años, jugamos a hablarle a la yegua sin decirle nada. Cuando el animal levanta las orejas, abre las manos y le asoma el blanco del ojo en una brizna de espanto, le pido que busquen juntas la calma. La niña entorna los ojos, y respira hondo y sonríe. Entonces, todo se arregla. Sin hablar, una niña de seis años es capaz de mostrarle a un animal que pesa treinta veces más que ella que el mundo no es un lugar tan terrible. Y ella es capaz de creerle. Si un animal cree en nosotros, ¿por qué no creer nosotros en nosotros mismos?

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