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VIOLETA NIEBLA
Lunes, 28 de abril 2025, 02:00
Ayer me confundieron con una persona que trabajaba en el supermercado. Me gustó. Llevaba puesta mi ropa favorita: un pantalón de trabajo azul y una ... chaqueta a juego que, por detrás, lleva escrito BERDING BETON. Mi amiga Sofía me dijo que significa 'Cementos Berding'. Ambas prendas las compré en el mercadillo, a un euro cada una, en una mesa llena de ropa de trabajo.
Con ese mismo conjunto, si hubiera entrado en un taller, podría haberme metido debajo de un coche y habrían pensado que era la mecánica. Si en vez de eso hubiera agarrado un carrito en los baños de un aeropuerto, habrían creído que era la encargada de la limpieza. Me gusta vestir de uniforme.
Mi madre siempre me ha dicho que el trabajo dignifica. Una frase que, durante mucho tiempo, acepté sin pensar demasiado. Sin cuestionar. Sin embargo, últimamente, escucho en podcasts y veo en stories distintas advertencias sobre lo que realmente puede esconder: la romantización del esfuerzo, la idea de que el valor de una persona depende de su productividad, de su utilidad para otros. Está también la cuestión de los workaholics, esa glorificación moderna de trabajar sin descanso, como si el agotamiento fuera una medalla que alcanzar. Reconozco que me he llevado el oro en más de una ocasión.
Se ha usado para justificar jornadas interminables, sueldos miserables y la explotación disfrazada de oportunidad. No es que trabajar no tenga valor; lo tiene. Pero hay que distinguir entre el valor de hacer algo —de crear, de cuidar, de reparar, de sostener— y el valor que nos atribuyen solo si producimos.
Si «el trabajo dignifica», ¿qué pasa entonces con quienes no pueden trabajar? ¿O con quienes trabajan en condiciones indignas?
Se acerca el Día del Trabajo, una buena fecha para preguntarnos: ¿qué clase de trabajo queremos celebrar? ¿El que nos agota o el que nos sostiene? ¿El que nos roba horas de vida o el que nos la amplía? ¿El que nos dignifica de verdad o el que nos obliga a justificarnos todo el tiempo?
Yo, por mi parte, sigo fantaseando con otros uniformes: el de jardinera, el del butano, el de carpintera. Una ansia rara por no dejar ningún oficio sin probar, como si la vida fuera un test de personalidad que caduca cuando te mueres. Todavía no estoy segura de haber explotado todas mis habilidades. El otro día diseñé mi primera silla, fabriqué un prototipo y ahora es mi nueva obsesión. Quizá el único uniforme que quiero llevar es el de quien sigue preguntándose qué quiere ser de mayor. Sé que eso, preguntármelo, es ya un privilegio. No todo el mundo puede permitirse elegir. Quizá, precisamente por eso, me resisto a dejar de preguntarlo.
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