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Barcos en la niebla

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Jueves, 13 de diciembre 2018, 00:06

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Así se pierden, como barcos en la niebla, y cada vez hay más vacío. Más huecos en nuestro museo sentimental. Dentelladas en ese coro que formaba nuestra vida y que pensábamos interminable, al menos entre quienes eran más jóvenes que nosotros. Rostros con los que estábamos habituados a encontrarnos y que de pronto desaparecen dejándonos a solas con las preguntas de siempre. Las que no tienen respuesta y nos llevan a ese movimiento de péndulo, desde la plenitud de la vida a un desamparo mineral, inhumano. Llega un correo electrónico como una navaja y en unos cuantos caracteres nos enteramos de que Fernando González también desaparece. Que ya no nos volveremos a encontrar con esa sonrisa, esa cara de niño grande y esa irradiación de bondad.

El mundo se va haciendo más estrecho, hay más sombras creciendo por las esquinas. Las fotos de Fernando y mis artículos empezaron a aparecer casi al mismo tiempo en estas páginas. Aquel chaval con la cámara pegada al pecho. Teníamos vínculos territoriales, mismo barrio, familias conocidas entre sí. Pero, sobre todo, sus raíces estaban en esta casa. En esa mesa de la redacción en la que lo recuerdo junto a su padre, el tablero cubierto de fotografías con el pie pegado en papel blanco. Una baraja interminable de rostros, paisajes, calles y figuras. Edad de piedra. Antes de las pantallas, cuando el mundo era ancho y aún todo era posible. En la niebla se perdían los otros, en la vida parecía caber algo de lógica por mucho que ya hubiésemos experimentado algún cataclismo en nuestras propias carnes. Fernando iba a fotografiar el mundo, se iba a convertir en periodista, iba a coronar una estirpe.

El mundo cabe en una ciudad si uno sabe mirarla. Fernando González lo hizo. Sin estruendos ni poses ombliguistas. Los fótografos no tienen ombligo. Conocen demasiados engreimientos ajenos como para caer en ese juego fácil. Han visto demasiada pose, demasiado alzamiento sobre las puntillas para despuntar en la feria de las vanidades. Fernando conocía a la perfección las reglas del juego. Siempre te fusilaba con una sonrisa. Todo y todos pasamos por su objetivo, por su pupila completamente deformada por la profesión. Así miran todos los que tienen una pasión, los que aman un oficio. Unos oyen sonido musical en las palabras, captan caracteres con los que construir un personaje, otros ven encuadres, categorías de la luz, retratos, gestos congelados para la historia de una ciudad y de un periódico. Para la de este periódico que vuelve a sufrir una pérdida dolorosa, temprana y demasiado cruel. Aquellos que llevan por bandera el siniestro lema de que cada cual tiene lo que se merece deberían recapacitar unos segundos. Esa ley de la selva difícilmente se puede conjugar con el dudoso y desequilbrado tobogán de la vida. La muerte de Fernando González es una prueba más de esa sinrazón que nos deja rotos y desvalidos. Solo nos queda llevarlo para siempre en nuestra retina, como él nos llevó en su cámara, en su corazón dormido.

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