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Banderas

El extranjero ·

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Domingo, 15 de octubre 2017, 10:17

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Nicolás Maduro exige que en España se deje de celebrar el 12 de octubre como fiesta nacional y que el Rey indemnice a los pueblos indígenas de Latinoamérica por los estropicios que hicieron allí hace cinco siglos nuestros antepasados. Este señor, al que se le apareció el fantasma de Hugo Chávez en forma de pajarito del mismo modo que a Hamlet el de su padre y que en base a un burdo nacionalismo bolivariano es experto en podar los derechos civiles de sus conciudadanos -para qué hablar de los económicos, donde en vez de poda habría que hablar de tala-, no parece el más indicado para aconsejar a nadie. De modo reflejo nos viene a la memoria lo que el padre de Felipe VI le dijo a su antecesor. Por qué no te callas.

Ojalá estuviese la situación lo suficientemente relajada como para que el Rey pudiera atender a las boutades del gran Maduro y reflexionar sobre las barbaries que hay detrás de las conmemoraciones nacionales. Desde nuestro 12 de octubre -o la cuestionada conmemoración de la reconquista malagueña con su brutal represión- al abuso de guillotinas que acarreó el glorioso 14 de julio francés con la toma de la Bastilla. La historia, ya lo dijo Josep Borrell en su memorable discurso del domingo pasado, ha dejado con sus fronteras demasiadas cicatrices en la tierra marcadas a sangre y fuego. Por eso conviene que al orgullo nacional no le siga la exaltación desmedida, ni a la agitación de las banderas el uso de sus mástiles como garrotes, ni siquiera metafóricamente.

A quienes critican con tanta vehemencia la feroz toma de Málaga por parte de los Reyes Católicos en 1487 habría que preguntarles si la invasión primera de los árabes se labró a base de regalar pétalos de rosas a los antiguos ocupantes de la península. O si los romanos hicieron lo mismo. Así que mejor no entrar en una cadena de agravios y condenas. Mejor esgrimir los símbolos como orgullo propio que como afrenta al contrario. Algo de eso se está viviendo aquí. Un nacionalismo para achicar a otro nacionalismo. Stefan Zweig cuenta en sus memorias cómo en el verano de 1914 las pacíficas calles de Viena se empezaron a llenar repentinamente de banderas. Lo mismo estaba ocurriendo al otro lado de la frontera. Los ciudadanos austríacos confraternizaban espontáneamente entre sí del mismo modo que en ese momento lo hacían los franceses, los belgas, los alemanes. Tenían un enemigo común. Eso les habían dicho. Y el mismo Zweig confiesa que en aquella «salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador». Algo de eso estamos viendo en estos días en Cataluña, en España. Orgullosos sí. Pero mejor no pasar de vueltas el sano orgullo patriótico, entre otras cosas porque nadie se pone de acuerdo en qué significa eso. Pablo Iglesias se define como un patriota. Como Aznar. Como Puigdemont. Así que puestos a agitar banderas mejor agitar la europea. Bajo su manto azul las otras pierden su poder corrosivo.

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