Borrar

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Finales de junio. Cinco de la tarde. Treinta y siete grados a la sombra en una zona medio obrera medio hípster de la capital del Reino. El orgullo de barrio, que llevamos tan a flor de piel durante los meses de invierno, ahora dura lo que tarda en derretirse un polo de limón: «En cuanto termine el curro nos largamos de aquí y te juro que no vamos a poner un pie en este pueblo hasta que acabe esta tortura». Lo veo. Trabajar un par de tardes por semana, el portátil frente al mar, un bol de aceitunas -no me gustan, pero como que dan ambientillo veraniego-, el agua acentuando los reflejos de mi pelo azul, una foto en Instagram de la puesta de sol: «Aquí, en la oficina». Principios de julio. Una maleta, un par de petates y a la carretera. Aprendo a conducir a marchas forzadas. Por primera vez desde que me hice autónoma, el teléfono no deja de sonar. Por supuesto, digo a todo que sí: «Estas cuatro cosas me las ventilo yo en un pliqui desde el chiringuito, gin-tonic en mano». Así me gusta, Alba, no te vaya a flaquear la moral antes de empezar.

Mediados de agosto. No he faltado a mi promesa y las vacaciones todavía me duran. Reconozco, sin embargo, que mis expectativas en lo que respecta a los trabajillos de verano han ido evolucionando. No he escrito ni una sola línea en una terraza con el sol tatuándome la espalda. Sí lo he hecho, cosas de la vida, lloviendo a cántaros. También a las tres de la mañana. Por ser concreta: número de gin-tonics, cero; número de percances con el coche, uno; número de días libres, dos. Menos mal que septiembre siempre llega y que el barrio nunca falla: cuando despierte del sueño estival todavía estará ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Al final el paisaje de ladrillo y toldos verdes, estoy segura, me perdonará la infidelidad; y me recordará por enésima vez lo que significa volver a casa.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios