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DIEGO CARCEDO
Miércoles, 4 de octubre 2017, 07:43
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Llevar un arma de fuego en los Estados Unidos suele ser bastante normal: hay quien sostiene que es la mejor compañía, la que te protege de los enemigos. No faltan quienes comparan este hábito con el de llevar un reloj de pulsera en la muñeca o, últimamente, un teléfono móvil en el bolsillo. No es un secreto para nadie que ir armado es legal y hay muchos políticos que defienden su conveniencia, compartida quizás por la mayor parte de los ciudadanos. Claro que el argumento es que se trata de la mejor forma de hacerse respetar y librarse de los peligros cotidianos cuando la realidad es que se trata de un derecho que lejos de frenar la delincuencia, lo que consigue es multiplicarla. Algunas administraciones federales, como la de Obama, han intentado ponerle límites a este derecho constitucional pero siempre han fracasado. El poder que acumulan los defensores y los que tienen en la fabricación y venta de armas su negocio, es enorme.
La adquisición, con enorme facilidad, de armas y municiones es sin lugar a dudas lo que propicia muchos de los centenares de asesinatos que se producen a diario y la frecuencia de las matanzas masivas de ciudadanos perpetradas por tiradores solitarios que encuentran en esta tradición el desahogo a sus problemas, frustraciones o enajenaciones. Lo ocurrido el lunes en Las Vegas, con más de medio centenar de víctimas inocentes, es un ejemplo extremo pero típico. Sólo viviendo allí y entrando un poco en las tradiciones y hábitos de la gente, de unos ciudadanos que viven siempre temerosos de que alguien vaya a causarles algún mal, se explica que tener al alcance de la mano algo con que defenderse es prioritario. La costumbre viene de los tiempos de los pioneros y de la violencia que amenazaba a los colonos establecidos en las zonas rurales. Pero el paso del tiempo no lo borra; casi diría que al contrario.
Pocas cosas me han impresionado tanto en mis seis años de corresponsal en Nueva York como las imágenes contempladas la mañana en que entró en vigor una Ley del Estado que prohibía a los niños entrar armados en las escuelas. Impresionaba hasta la incredulidad el montón de todo tipo de armas, desde navajas hasta pistolas, que los pequeños iban depositando a regañadientes en un contenedor cuando el detector de metales delataba con sus pitidos que iban armados. Aquella medida, demandada por los profesores y muy criticada por el sector más reaccionario de la sociedad, demostró que había padres que confiaban la seguridad del niño a un arma en su mochila. Había, por supuesto, muchachos de barrios conflictivos que tal vez iban armados porque estaban iniciándose en el mundo de la delincuencia juvenil, pero otros procedían de familias acomodadas y niveles culturales altos. Lejos de cambiar las cosas, la llegada de Trump a la Presidencia ha supuesto un nuevo estímulo para el comercio y usuarios de armas personales y domésticas.
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