Año a año se repite siempre lo mismo, pero yo no me acostumbro. Entre invierno y verano llega una semana en la que la ciudad ... que disfruto y padezco, de lunes a viernes, parece disolverse. Desordenada e irreverente por sistema, Málaga pierde sus rutinas. Hay sitios y plazas por dónde a partir de un instante los coches dejan de pasar y en unos minutos, ante nosotros la calle entera se transfigura.
Yo llegué a esta tierra desde el interior en aluvión, como tantos otros, a pasar un buen verano y marchar para volver hasta que probé por primera vez la luz de su invierno. Debo decir tambien como madrileño y devorador de calles que soy, que Málaga en el primer momento me decepcionó. la mayor parte de esta ciudad entonces eran cuatro barrios, mal unidos por la N-340, esa calle carretera. Y su centro, no eran más que seis o siete aceras estrechas. Así la empecé a sentir, triste y gris, hasta que llegó una tarde de primavera.
Un lunes a media tarde, entretenido en una conversación en esa calle que gira mientras se ensancha, que llaman Atarazanas, no noté como los coches fueron desapareciendo. Tampoco noté como, poco a poco, iba llegando gente que se paraba a un lado y al otro de la calle, hasta que se hizo un silencio que se llenó de música. En ese silencio urbano, impensable para un urbanita de metro y glorieta de cuatro caminos, Málaga me atrapó. Ese día, de la tarde a la noche, calle a calle, esquina a esquina, sin alardes ni puentes del Centenario, ante mis ojos, Málaga se hizo ciudad con mayúsculas.
Desde entonces cada primavera en Málaga asisto a una lección de urbanismo natural. Las calles dejan de ser pasillos y se hacen estancias. Muchedumbres no organizadas reconfiguran las calles y transforman retales espaciales en lugares, con sentido y urbanidad. Fuera del recorrido oficial, unas familias colocan sillas junto al bordillo, tres escalones se convierten en un mirador, aquí y allí se habitan esquinas como salas de estar.
Unas personas en fila se aprietan contra una fachada y se confunden con la pared como si estuvieran pintadas, hasta que un trono pasa. Somos parte de un paisaje que se deshace para volver a rehacerse distinto en otro punto, no muy distante. Vamos y venimos. Nos cruzamos y cruzamos, hasta que un mal cálculo nos deja inmóviles en la masa, como atrapados.
No hay nada que hacer, solo esperar. Somos solo una figura aparente más en ese paisaje humano. Entonces, en una esquina cualquiera, de una señalada de sus calles, sentimos como si el tiempo se parara. Y la misma ciudad que tantas veces hemos menospreciado, intranquila, ruidosa e incómoda, nos acoge en un espacio insospechado, entre bullicio y música y nos regala calma.
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