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La amenaza no está en Twitter

La amenaza no está en Twitter

La Tribuna ·

La libertad de expresión está en peligro, pero no por la presión de las redes sociales sino por una Ley Mordaza y un Código Penal que, a través del delito de odio, son utilizados para reprimir penalmente expresiones de transgresión

Alberto Montero Soler

Diputado de Unidos Podemos en el Congreso

Martes, 10 de julio 2018, 00:32

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Hace unos días Manolo Castillo escribía una Carta del Director en la que criticaba una suerte de censura popular existente en las redes sociales. A raíz de aquel artículo mantuvimos un cordial intercambio de opiniones a través de Twitter que finalmente se ha convertido en estas líneas.

De entrada, a nadie debería escapar que el avance de las redes sociales y de la tecnología ha democratizado y transformado tanto los debates como la generación de opinión en nuestra sociedad. La opinión ya no nace tan solo en las tribunas de los medios convencionales sino que se extiende reticularmente por toda la sociedad a través de nuestros móviles.

Evidentemente, como cualquier otro avance tecnológico, sus efectos y consecuencias no son neutrales y el texto de Castillo se refería a uno de ellos cuando hablaba de una suerte de horda virtual que se lanzaba a censurar y atacar cualquier idea que fuera en contra del 'pensamiento único'.

Aquí tengo mi primer punto de desacuerdo porque creo que las redes no son la fuente de donde mana ese pensamiento único sino que, por el contrario, lo cuestionan y estimulan la reflexión frente a las consignas de 'think tanks' y otros creadores de opinión al servicio de la uniformización ideológica.

Por lo tanto, creo que resulta más apropiado definir las redes como un terreno de confrontación virtual en donde priman las posiciones políticas polarizadas, lo que explica que se cuestionen proyectos políticos u opiniones de personajes tanto de derechas como de izquierdas. De hecho, el que la agresión virtual no distinga entre posiciones ideológicas es producto de que cada propuesta u opinión sea atacada por sus antagonistas ideológicos y defendida por sus partidarios y no de que sea una respuesta común de la comunidad virtual. O dicho de otra forma, las redes conocen de ideología porque son un instrumento para la confrontación ideológica; como lo han sido y siguen siendo los medios de comunicación convencionales y no estoy aludiendo a ello por voluntad de politizar el debate, como me reprochaba en Twitter Castillo, sino porque creo que este es, en su esencia, un debate político.

En cualquier caso, y frente a ese estado de cosas, Castillo reivindicaba la importancia de la transgresión, pero temía que ésta se viera coaccionada por esa 'masa enloquecida' que habita las redes. Es más, para ilustrar su posición empleaba el ejemplo de La Casa Invisible, cuando un colectivo artístico tuvo que guardar el anonimato por miedo a las consecuencias de una exposición en la que la bandera de España aparecía en forma de horca

Sin embargo, en su ejemplo Castillo olvidaba que la persecución no se produjo solo en redes. Ahí están las hemerotecas. Por eso no puedo coincidir con él cuando sitúa el problema de la transgresión en ese ámbito. La libertad de expresión en nuestro país está en peligro, pero no por la presión de las redes sociales sino por una Ley Mordaza y un Código Penal que, a través del delito de odio, son utilizados para reprimir penalmente expresiones de transgresión que él y yo creo que defendemos: tuiteros, raperos y usuarios de esas redes sociales son algunos de sus principales damnificados y sus sanciones son reales y no meramente virtuales.

En lo que sí estoy de acuerdo con él es en la virulencia con la que las opiniones se expresan en ocasiones en las redes sociales. Pero eso no es un problema de las redes sino de la velocidad a la que se han implantado y la falta de formación para un uso socialmente más provechoso.

Y es que, de alguna manera, la democratización en la difusión de la opinión que permiten las redes sociales ha generalizado la impresión de que tener opinión sobre cualquier tema es casi una obligación, cuando no un derecho. La resultante es que la libertad de expresión adopta no solo una dimensión de potencialidad siempre realizable cuando quien desea ejercerla siente que necesita hacerlo sino que se vuelve un acto cuasi compulsivo, una especie de obligación de hacer saber al mundo qué pensamos de todo y sobre todo.

En ese punto es donde resulta básico comenzar la formación para el uso de las redes aclarando que no tenemos derecho a tener una opinión sobre cualquier cosa –y mucho menos a que ésta a le importe a alguien– pero, aunque resulte paradójico, sí que lo tenemos a expresarla, como la tienen los demás sobre nuestras opiniones públicas. Por eso hay que defender sobre todo la libertad de expresión, porque nos permite opinar contra los opinadores entre los que, por supuesto y como usuario de redes, me incluyo.

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