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DIEGO NÚÑEZ
Jueves, 2 de enero 2025, 01:00
En el panorama actual alemán sobresalen dos temas de gran alcance de cara al futuro: uno es el rumbo de la política económica, y el ... otro, la orientación de la política exterior. Como es ya bien sabido, la coalición que componía el Gobierno del «semáforo» (socialdemócratas, verdes y liberales) se rompió hace unos meses. De manera generalizada, los medios han centrado el problema en las discusiones personales sobre cuál es el culpable de tal ruptura. Pero la cuestión es más profunda. El ministro de finanzas, Christian Lindner (FDP), era partidario de mantener «el freno a la deuda». Ya en la campaña electoral calificó lo que estaba pasando en la Unión Europea como «la orgía de la deuda». Sus argumentos se pueden resumir en tres: el endeudamiento socava la libertad y la soberanía de los países; dos, supone una hipoteca para las futuras generaciones, y en tercer lugar, hasta hoy Alemania ha ejercido de guardián del euro en la eurozona, lo que quedaría en el aire si el país se subiera al carro de la deuda incontrolada. Por su parte, Scholz (SPD) proponía un incremento del gasto público, sobre todo para seguir subsidiando a la gran cantidad de personas que en Alemania vive de esa subvención estatal. El asunto no es baladí, pues hasta ahora Alemania ha sido uno de los países más emblemáticos del llamado Estado del Bienestar, y esto es muy difícil de mantener en la actual situación. Por su parte, la AfD /Alternativa para Alemania), con una estimación de voto del 33%, pide la salida de Alemania del euro.
Al margen de estos planteamientos económicos, hay un hecho de índole religiosa, que está muy presente en amplios sectores de la población, y no es otro que la concepción protestante de la existencia humana. Esta expresión tan manida de «los países frugales» responde a un sentido escatológico del término austeridad. Hay un film danés de Gabriel Axel, El festín de Babette (1987), que refleja de manera muy gráfica esta mentalidad. Otro dato significativo: hasta hace poco, las tarjetas de crédito no eran operativas en las pequeñas y medianas ciudades; había un rechazo mental a semejante procedimiento de pago. Muchos alemanes no pueden conciliar el sueño si saben que tienen deudas, aunque sean a corto plazo.
Otro asunto no menos importante es el de la política exterior. La política de distensión propiciada por Willy Brandt ha conformado toda la política exterior germana hasta el Gobierno del semáforo. Brandt sabía muy bien que en Europa solo podremos vivir en paz si estamos en paz con Rusia. Un punto muy relevante en este aspecto fue la Guerra de Irak (2003). Jacques Chirac, entonces presidente de la República francesa, le vino a decir a los neoconservadores americanos: «No queremos romper con vosotros, pero en este camino no podemos acompañaros». Postura sensata a todas luces. A la actitud de Francia se unió enseguida la de Alemania y Rusia.
Pero lo que más preocupó a la Administración norteamericana fue que la unión de esos tres países (Francia, Alemania y Rusia) podría suponer convertir a Eurasia en una entidad política autónoma. Y aquí sonaron las alarmas en el mundo anglosajón. Todas las campañas de rusofobia y todo el empeño de los británicos desde el siglo XIX obedecían precisamente a esta obsesión: impedir a toda costa la alianza de Rusia y Alemania. La fusión de la tecnología alemana y la energía barata proveniente de Rusia resultaba demasiado competitiva y demasiado peligrosa para los afanes anglosajones de dominio mundial. Desde su punto de vista, una Eurasia unida representaba un obstáculo muy duro de superar en su afán de controlar el continente, siendo ellos (británicos y norteamericanos) potencias marítimas. Desde entonces estas élites neoconservadoras decidieron incrementar su política agresiva hacia Rusia sin tener en cuenta los intereses europeos.
La política de distensión diseñada por Willy Brandt fue abandonada por la coalición del semáforo tras su llegada al poder. Enseguida se pusieron al lado de las directrices que venían del otro lado del Atlántico, aun cuando estas directrices perjudicaban abiertamente a Alemania. La sumisión de Scholz a los dictados de la Administración norteamericana ha sido proverbial; basta considerar su reacción a la voladura de los gaseoductos Nordstream.
Por su parte, los Verdes se volvieron, de la noche a la mañana, extremadamente belicistas. Pero en el último año ha ido surgiendo en el seno de la sociedad alemana una creciente oposición a la línea política del Gobierno. En una encuesta reciente, la coalición gubernamental solo contaba con el 36% de apoyo en temas tales como la ayuda militar a Ucrania. De este clima de opinión se están beneficiando los partidos extremos, como la recién fundada Alianza Sahra Wagenknecht (BSW) o la AfD. En el 2023, Oskar Lafontaine, antiguo ministro de finanzas y antiguo presidente del SPD, publicó un libro de título bien significativo, «Ami, it's time to go. Plädoyer für die Selbstbehauptung Europas» (Americanos, es hora de irse. Alegato por la autoafirmación de Europa). El libro va ya por la octava edición, lo que supone más de un millón de ejemplares vendidos. Lafontaine preconiza una nueva arquitectura de seguridad para Europa. Retoma en este sentido la propuesta de Gorbachov y del ministro alemán de asuntos exteriores Hans Dietrich Genscher de construir la «casa común europea». En definitiva, el futuro Gobierno alemán tendrá que afrontar estas arduas cuestiones en medio de una sociedad germana profundamente dividida.
El asunto no es baladí, pues hasta ahora ha sido uno de los países más emblemáticos del llamado Estado del Bienestar, y esto es muy difícil de mantener en la actual situación
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