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Agradecimiento

El imposible crecimiento perpetuo nos obliga a la mesura; el relativismo epistémico, a la prudencia, y el reconocimiento de nuestros orígenes, a ser humildes

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Sábado, 18 de enero 2020, 11:16

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Como tantos jóvenes de hoy, también en nuestra generación hubo momentos en los que pusimos en cuestión las certezas transmitidas por los mayores. De aquellas certezas nos quedamos con algunas y desechamos otras. No en otra cosa consiste la conquista de la autonomía personal. Y en la conquista de esta autonomía la cultura es una poderosa aliada.

Recuerdo bien las clases de mi bachillerato. Mi profesor de física era una persona irascible y autoritaria. Pero me enseñó física. Casi todo lo que sé de las leyes de la termodinámica se lo debo aún a él. No fui consciente entonces de su importancia. Solo años más tarde aquellas clases me sirvieron para comprender que no hay alternativas a la segunda ley y que el crecimiento perpetuo es imposible. Más adelante le añadiría el concepto de entropía y con ambas en la mano 'supe' que el tiempo solo avanza en una dirección.

De joven no lo valoré suficientemente, pero ahora esta idea me obliga a ser más conservador en aquellas cosas que ralentizan el tiempo y la entropía. Lo que en la práctica significa, por ejemplo, ser más sensible a las iniciativas que intentan luchas contra el cambio climático, probablemente el mayor desafío que hoy tiene la humanidad, un reto que se entiende mejor si no se han olvidado aquellas explicaciones de mi malhumorado profesor de física. En aquel bachillerato mis relaciones con las matemáticas fueron complicadas. Hubo muchas razones para ello, algunas familiares que no son cuestión de contarlas hoy aunque lo haya hecho en esta misma tribuna hace muchos años. Las matemáticas de la probabilidad ocuparon un pequeño espacio del temario de aquel curso de sexto, pero al menos salí sabiendo lo que era una frecuencia relativa. Años más tarde, ya médico, estudié durante dos años biomatemáticas y profundicé en la bioestadística. Les confieso que navegar bajo la curva de Gauss, calculando frecuencias relativas y el descubrimiento de que una variable aleatoria continua es aquella en la que la probabilidad de encontrar un valor absoluto en cualquier punto del intervalo es cero, fue una experiencia casi mística.

En el mundo casi todo son variables aleatorias, continuas o de alguna otra familia de variables, y de aquella experiencia salí 'sabiendo' que la probabilidad de encontrar la verdad última tiende a cero. Naturalmente esto no quiere decir que no exista tal cosa como la verdad, pero esa es otra historia. Sin embargo, el hallazgo matemático de que toda verdad es siempre una verdad condicional (condicionada a...) ha tenido para mí una enorme influencia moral, desde luego más satisfactoria que todos los discursos teológicos, la mayoría de bajísima calidad, que tuve que aguantar de aquellos profesores de religión obligatoria. También a Darwin me lo explicó en bachillerato una profesora tan extravagante y descuidada que nos tenía a todos los chicos de la clase de tercero confundidos. Pero fue a ella a la primera que le oí hablar de Darwin y de la evolución. ¡Nunca (lo/la) olvidé! Nadie me volvió a hablar de Darwin durante la carrera de medicina y lo que sé de él lo he ido descubriendo por mi cuenta.

Podría añadir otras muchas cosas que aprendí en aquel bachillerato, desde el latín a la literatura, desde la geografía a la historia del arte, que no he olvidado. Pero descubrir al primer Darwin y a todo el edificio científico posterior construido a su alrededor ha sido una de las mayores experiencias intelectuales de mi vida. Todo cambia con la teoría de la evolución. Todo cambia con los grandes descubrimientos de la paleontoarquelogía, la biología y la psicología evolucionista y tantas nuevas disciplinas que nos están obligando a reconciliarnos con el mundo, animado e inanimado.

Hoy ya sabemos que formamos parte de la naturaleza, de la que no somos dueños aunque nos comportamos como si lo fuéramos, y no podemos ignorar (porque sabemos) que tenemos sobre ella una enorme responsabilidad. Y sabemos que estamos solos en un pequeño planeta llamado Tierra, que gira sobre sí misma a 1.700 kilómetros por hora y alrededor del Sol a una velocidad de 107.000 kilómetros por hora. Un planeta único (por ahora) en el que se produjo un 'milagro', la aparición de la vida primero y después de millones de años la aparición de un ser vivo, el hombre, que adquirió la capacidad de contarlo. Tomar conciencia de todo esto es una gran experiencia intelectual. Asumir responsablemente las consecuencias de esta toma de conciencia es también una experiencia moral.

Para llegar a este momento de esta tribuna Dios no nos ha sido necesario. Muchas personas creen en Dios, pero hoy, con todo lo que sabemos sobre el mundo, creer en Dios no es suficiente. Los buenos creyentes lo saben. No le piden a Dios imposibles, pues saben que la libertad que Dios infundió al hombre es incompatible con su intervención. Por eso los buenos creyentes no creen en los milagros, siempre arbitrarios e injustos. Hoy, creyentes y no creyentes navegamos en una nave sideral de la que solo los humanos tenemos conciencia de ello. Hay muchos problemas en este mundo. La segunda ley de la termodinámica, las leyes de la probabilidad condicional, la teoría de la evolución, nos proporcionan información y argumentos (también argumentos morales) suficientes como para trabajar con quienes necesitan de un Dios creador de los cielos y la tierra. El imposible crecimiento perpetuo nos obliga a la mesura; el relativismo epistémico, a la prudencia, y el reconocimiento de nuestros orígenes, a ser humildes. Y todo esto y algunas pocas cosas más es lo que aprendimos la promoción del 56 al 63 en aquel bachillerato del viejo Instituto de Aguilar y Eslava de Cabra, al que yo hoy aquí, tantos años después, con estas modestas líneas, quiero rendir mi personal homenaje y agradecimiento.

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