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UNA AGRADABLE SORPRESA

NIELSON SÁNCHEZ-STEWART

Miércoles, 16 de mayo 2018, 07:46

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Mientras buscaba un título más o menos apropiado para estas líneas me percaté de una particularidad de nuestro precioso idioma. Algo en que no había reparado a pesar que lo vengo hablando y escribiendo desde hace no pocos años. Cuando fui al colegio me enseñaron las partes de la oración que eran nueve, creo, y parece que lo siguen siendo a pesar de los remezones que le pegamos a la gramática con tanta frecuencia que la RAE echa humo sacando diccionarios y textos varios. No sé a Uds. pero, de todas, la que más me gusta es el adjetivo. Es cierto que sin verbo apenas haríamos nada y sin sustantivo estaríamos solos en este cochino mundo, pero sin adjetivos la vida sería una lata. Sin posesivos viviríamos en un edén, no habría diferencia entre lo tuyo y lo mío, pero sin calificativos todo sería igual, plano. No habría mujeres hermosas, ni charlas interesantes, ni artículos sesudos. Es que, además, la riqueza de nuestra lengua nos permite una licencia que en otra no es posible: alterar el orden del sustantivo con el adjetivo a voluntad, casi siempre. Así se puede uno referir a la sorpresa, el sustantivo, colocando lo de agradable, el adjetivo, antes o después. Quizá sólo los poetas saben exactamente cuando conviene una cosa u otra. En inglés, por ejemplo, el sustantivo siempre va precedido por el adjetivo. A good friend, a nice man. A nadie que no pertenezca a la tribu chiricahua se le perdonaría referirse a alguien como un &ldquofriend good&rdquo o un &ldquoman nice&rdquo. Es verdad que hay oportunidades en que -quizá porque se trata de un cliché- el orden viene predeterminado. El saludo &ldquotardes buenas&rdquo es más propio de un guiri que acaba de descender de un avión. Otras veces, el orden viene obligado por la variedad de significados del calificativo. El libro de don Antoine no se podría llamar el príncipe pequeño porque en lugar de apelar a la ternura significaría un desdoro.

Bueno, a lo que iba. He confesado en alguna oportunidad que soy suscriptor desde hace un siglo de la revista &ldquoTime&rdquo. Me gusta, entre otras cosas, porque su formato no ha cambiado nunca. El tamaño, el tipo del papel, el llamativo ribete rojo que enmarca la portada han resistido el paso del tiempo y las modernidades que imponen los sucesivos responsables, deseosos de pasar a la historia. Mi problema es que aparece todas las semanas y el cartero no se equivoca. Y cuando estoy leyendo el ejemplar de enero llega implacable el de mayo. Hago lo que puedo, lo aseguro. Cada año aparece una encuesta o algo así con la biografía, muy resumida, de las personas que la publicación considera las más influyentes. El pasado día 7 en edición doble apareció con la cara de mi tenista favorito y que me perdone el nuestro. Siempre busco con interés la relación de los personajes sabiendo que nunca figuraré en el elenco por mucho que me esfuerce, porque, entre otras cosas, me hace ilusión no el conocer a una pléyade sino poder presumir que alguno me conoce a mí. Vano intento. Los cien principales no alternan con pelagatos.

Pero esta vez mi investigación me ha deparado una alegría. Para facilitar la búsqueda aparece un mapamundi con la referencia del influyente: Nueva York, por supuesto, nueve personas, California, diez, distribuidos en diversas ciudades de ese estado, Londres, tres, Francia, dos en sendas ciudades y así. Algunos lugares, tremendamente exóticos, Zvishavane, Beersheva, Tungipara, Rosh Ha'ayin, Scranton, lugares de los que, confieso, nunca había oído hablar y no podría localizar sin la ayuda de la enciclopedia que llevamos en el teléfono y quizá ni con esa. Pero entre los lugares exóticos, ¡adivinen! Marbella, amigos. No me lo podía creer. Ya había repasado la lista y no me parecía haber encontrado a nadie que me resultase familiar por lo que tuve que insistir para develar el misterio. Una artista y, según me enteré después, la persona más joven que ha aparecido en esa selección en su historia. Debo reconocer humildemente que no tenía el gusto de conocer a la agraciada ni siquiera haber oído hablar de ella. Pero seguro que para pequeño Sebastián no será una extraña. El sábado me entero. Se trata de Millie Bobby Brown, una chiquilla de catorce años que ha intervenido en un montón de películas y series de televisión con muchísimo éxito. Es británica, pero tuvo la suerte de nacer en la hermosa ciudad a la que ha quedado ligada, por eso, para siempre. Me comprometo a seguir su trayectoria porque si sigue en el candelero habrá que homenajearla.

Algo le debemos haber hecho a la familia, sí, porque se marchó cuando la muchacha tenía sólo cuatro años.

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