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José Antonio Garriga Vela
Sábado, 4 de febrero 2017, 00:22
No recuerdo dónde leí estas palabras del historiador de arte y cultura suizo Jacob Burckhardt que anoté en un cuaderno: «¡Qué mal nos sentimos entre las ruedas de la gran maquinaria del mundo actual si no damos a nuestra existencia personal una consagración propia y noble!», lo dijo hace dos siglos. Me pregunto por qué resulta tan difícil aminorar la marcha, contener el tiempo y pasear en calma por la vida. Sin ruido, sin gritos, sin violencia. El odio no puede convertirse en fuerza motriz, sin embargo se expande como el viento. Desde siempre, me atrae la lentitud. Durante un tiempo estuve viviendo en un edificio antiguo sin ascensor. Me llamaba la atención la inquilina del último piso que subía las escaleras despacio y al llegar a cada uno de los rellanos se asomaba a la baranda y miraba arriba y abajo como si quisiera calcular la distancia del tiempo. ¿Qué cosas pasarían por su cabeza? Vivía sola, sonreía al cruzarse con los vecinos y estoy convencido que nunca albergó ni un ápice de odio hacia nadie.
Cada día que pasa, yo también voy más despacio. No tengo prisa por acabar nada. Dejo los proyectos a mitad de camino porque en el momento más inesperado surge algo nuevo que reclama mi atención. Me gusta atrapar pequeños mundos y relacionarme con personas que se mueven por la vida sin provocar sobresaltos. El silencio es la estrecha senda por la que avanzamos al encuentro los unos de los otros. Somos cómplices que comparten el mismo espacio y el mismo tiempo, igual que los inquilinos de la escalera. Recuerdo el día que vi a la mujer del último piso con una novela que trata sobre un niño que piensa, habla y actúa con excesiva lentitud, aunque capta todos los detalles. Pasa el tiempo y el protagonista se hace viejo sin dejar de ser niño. A lo largo de los años le suceden cosas tristes, trágicas, épicas. Lo que para otros sería un fracaso, él lo considera un éxito portentoso. El mundo cambia desde la perspectiva de la lentitud.
Salgo a la calle. Me sumerjo en la vida cotidiana. No hay prisa por llegar a ningún sitio. Ando con cuidado, no quiero que la gran maquinaria con ruedas succione las ideas y los sentimientos hasta dejarme vacío por dentro. Hace al menos dos siglos que el conjunto de piezas que componen el organismo, que sirve para poner en funcionamiento el aparato, amenaza con absorber todo excepto la honradez, el genio, la fantasía; los escudos invisibles de los desarmados. Seguimos avanzando por la estrecha senda silenciosa, me pregunto cuándo dejaremos atrás la fuerza motriz del odio y la venganza.
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