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GOLPE DE DADOS

Duelos y quebrantos

Alfredo Taján

Jueves, 1 de diciembre 2016, 11:07

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Ya han pasado algunos días de la muerte de Fidel Castro y aún continúan los días del duelo programados por el gobierno de su hermano Raúl; parece profundo el dolor que la inmensa pérdida ha producido en la isla de Cuba, ahora en 'shock'por el deceso de su comandante. Al contrario ocurre con la comunidad de cubanos residentes, por ejemplo, en Málaga; mis amigas Daisy, Rosicler y Ana María, y mis amigos, Rodolfo, Alberto o Rubén, ninguno sienten la muerte, a la inversa, se sienten liberados, «ya era hora de quel viejo se fuera pa yá.»; no me extraña en absoluto el encontronazo entre unos y otros cubanos, de dentro para fuera, de fuera para dentro. Esto se repite desde que Fidel entró en La Habana con las milicias revolucionarias en el ya lejano enero de 1959 mientras que Batista y sus acólitos se acomodaban en los turbo-hélice junto a los maletines mal cerrados donde guardaban miles de dólares.

El mito de Fidel se alimentó del impacto internacional que causaron varias imágenes que la prensa yanqui lanzó durante la génesis del movimiento de Sierra Maestra, en las que el jefe de la cuadrilla parecía el ángel de la guarda de la democracia caribeña. El comandante y sus muchachos habían posado en las revistas 'Life', 'New Yorker', 'Harpers Bazaar', con sus uniformes verde olivo, convirtiéndose en el símbolo de cambio pacífico en la antigua frontera imperial, mientras la oligarquía habanera seguía danzando al son decadente del Tropicana y el turismo sexual retozaba con sus últimas piezas de caza. Fidel no engañó a nadie, es más, supo esconder su estrategia mientras su revolución incluía distintas sensibilidades políticas unificadas bajo un nacionalismo antimperialista que era apoyado, lo que son las cosas, por la embajada de Estados Unidos en La Habana.

Bastaron pocos meses y el comandante se quitó la máscara: detuvo a los liberales -Manuel Urrutia-, a los nacionalistas -Hubert Matos-, tuvo la suerte de que el avión de Camilo Cienfuegos se estrellara y de que el Ché le pidiera saltar al continente a continuar la epopeya revolucionaria. Tengan ustedes la firme convicción de que entre ambos no hubo ruptura, que fueron amantes ideológicos hasta el asesinato del argentino. Eso fue mucho después, hacia 1965. Castro ya se había entregado a la URSS años antes, empujado por la intentona de Cochinos y dada la fidelidad soviética de Khruschev durante la crisis de los misiles. La Casa Blanca se vio tan arrinconada, y vapuleada por sus propios aliados y servicios de seguridad -en especial la CIA-, que debió inventar la Alianza para el progreso, una vía reformista que le costó la vida a J. F. K., conspiración en la que participó de lleno el exilio de Miami, el mismo que hoy sigue, erre que erre, votando mayoritariamente a Donald Trump. Aunque con el paso del tiempo la imagen de Castro se distorsionó, debido a la sangrienta represión de su régimen, sobre todo contra la disidencia, intelectuales y homosexuales, estos días me he asombrado al comprobar cómo su figura aún pervive en el imaginario colectivo de cierta izquierda ingenua que reivindicando a Castro reivindica, en realidad, su propio cadáver.

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