LA TRIBUNA

El cristal con que se mira

Los Baños del Carmen son ante todo un punto de vista; o más bien el frágil cristal con que se mira la ciudad y que permite percibirla con la visión filtrada por los sentimientos de quien la busca

FRANCISCO GONZÁLEZ FERNÁNDEZ. ARQUITECTO

Viernes, 15 de enero 2016, 08:47

Contaba Federico Garcia Lorca que para conocer una ciudad podía buscarse, mejor que en las piedras muertas, en las percepciones que nos llegan por los ... sentidos de los elementos vivos, perdurables, donde no se hiela el minuto, que viven un tembloroso presente. Y es cierto que adherido a lugares determinados, existen concentraciones vitales que expresan mejor que su forma material, o que su propia historia, la médula de su identidad.

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Es posible que los Baños del Carmen sea uno de esos lugares donde se sugiere, más que se dibuja, el perfil de la ciudad. Que sea un lugar donde, calado hasta los huesos del viejo pabellón del Balneario, estén los sentimientos y los anhelos que ubican el norte de la ciudad y la vinculan con las personas.

Porque este sitio, con su frágil materia y su arquitectura endeble, casi efímera, viene a derivar para quien lo visita buscando la temperatura auténtica de la ciudad, en una cierta percepción de la fragilidad que poseen los instantes cambiantes; en la tensión que provoca lo fugaz, lo que está a punto de nacer o a punto de desaparecer. En el sentimiento de que allí se pierde la belleza para siempre justo después de tenerla ante los ojos. En el sentimiento de que la ciudad se escapa, que no es nuestra, que se nos va; o al mismo tiempo, de que la tenemos delante y nos reta pues lo tiene todo por hacer.

El pabellón acristalado es una arquitectura de construcción mínima donde late lo frágil: apenas un corazón formado por cuatro grandes columnas toscanas que se expande hacia el exterior del edificio formando una malla de columnas menores, una sala hipóstila abierta, levantada para sostener un liviano techo de caña casi inexistente. Un fragmento de ciudad sumergida, de Atlántida encontrada a la que hemos bajado después de entrar en el recinto cercado y buscar la cota cero sobre el nivel del mar.

Y allí, a ras del agua, en los días de levante, vemos de lejos a la ciudad que la bruma desdibuja flotando sobre la bahía desvanecerse bajo la sierra. Y con ella, las carencias, los excesos, las imposturas difuminan sus aristas, suavizan sus contrastes y todo se tiñe con la misma veladura. O vemos la otra ciudad, la del viento de poniente, que se dibuja tersa, con superficies cristalinas recortadas sobre el fondo de montes morados, que nos trae los objetivos claros y perfilados de la vista en profundidad. Todo se dibuja concluido, activo y nítido.

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Los Baños del Carmen son ante todo un punto de vista; o más bien el frágil cristal con que se mira la ciudad y que permite percibirla con la visión filtrada por los sentimientos de quien la busca: Desde allí puede sentirse la necesidad de mantener quieto el instante prolongado, y a la vez sentir la irremediable necesidad de ponerse en marcha para evitar que un golpe de mar termine, mientras tanto, por llevárselo todo. Ver de manera que no se sobreponga el análisis puramente racional, decía el arquitecto mejicano Luis Barragán que formaba parte del arte de ver, y eso, desde allí, puede ejercitarse.

Puede que con esto, añadido al valor de pertenecer al catálogo de edificaciones meritorias de la ciudad, el lugar posea un valor patrimonial más allá de lo construido: el de tener adherido a sus piedras las emociones de las personas. Emociones que emanan de su propio estado, de su situación frágil, de su contacto directo con el mar, de su repentino aislamiento respecto a la ciudad tan próxima que se contempla desde allí tendida en la bahía.

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¿Qué hacer entonces con este patrimonio a quien el continuo trance administrativo ha moldeado hasta añadirlo a la lista de irresolubles propósitos urbanos? Planes urbanísticos no faltan, y grandes proyectos que buscan el equilibrio económico de una operación costosa con una exponencial cadena de réditos, conducen a una solución exagerada que termina por paralizar todo el proceso. Tal vez para avanzar sea acertado simplificar y seguir la propia condición del lugar, cielo raso y bruma a la vez: Una acción clara y fuerte de ingeniería que lo proteja del temporal y permita al pabellón seguir cerca del agua, y una intervención arquitectónica ligera que afiance su construcción mínima.

Queda por saber cuánto cuestan los mitos. El patrimonio de la ciudad no se vende, como no se vende la fuente de Génova de la Plaza de la Constitución, con su historia de Carlos V o del pirata Barbarroja detrás, pero su conservación corresponde a lo público, que somos todos. Aquí, a lo público corresponde la conservación del lugar con su carga de emociones acumuladas y el velar por el mantenimiento de su latido frágil. A lo privado, el mantenimiento de una actividad que llene de vida este ligero pabellón acristalado, sin inversiones desmesuradas que permitan hacerlo rentable y le dejen, sin estar ya en precario, seguir siendo lo que es, apenas un merendero frente al mar. Y a quien corresponda, el deslinde entre lo privado y lo público.

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Con la afinación de la solución a que se llegue finalmente podrán redefinirse las propiedades de la relación de la ciudad con el mar y el tono de su identidad. Una redefinición nacida de sus propios mitos, que se podrá extender al paseo que une los Baños del Carmen con el nuevo Hotel Miramar; en la que lo liviano, lo ligero, lo mínimo, permitan que la vida, mejor que la forma, encuentre la verdadera fisonomía de la ciudad. Una ciudad que descubra lo que verdaderamente desencadena emoción estética, para lo cual, como decía René Magritte, es necesario ser buscador de una naturaleza diferente a la de los buscadores de oro, es necesario crear lo que buscamos.

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