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Don Felipe de Borbón
Así es el futuro Rey de España

Así es el futuro Rey de España

Don Felipe es un hombre de su tiempo que está bien preparado para las responsabilidades que le esperan y que goza de una buena experiencia tras tanto tiempo al lado de su padre

DIEGO CARCEDO

Martes, 3 de junio 2014, 07:59

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Sobre el Príncipe de Asturias, que pronto se convertirá en el Rey Felipe VI, pueden decirse muchas cosas pero ninguna tan apropiada, abstracta y precisa a la vez, como la que le define como un hombre de su tiempo. Luego puede matizarse que es serio y simpático, que es extrovertido y cauteloso, que se expresa con precisión y que sabe escuchar, que está bien preparado para las responsabilidades que le esperan y que goza de una buena experiencia después de tanto tiempo al lado de su padre, sustituyéndole a menudo en diferentes circunstancias y actividades y afrontando en propias carnes los sinsabores del cargo.

Pero con todo, y mucho más que cabría añadir en estas horas de esperanzas y pronósticos, lo primero que se impone en su imagen pública es, lo repito, su condición de hombre de su tiempo, de nuestro tiempo. Le conocí siendo muy niño aún un invierno correteando en medio del protocolo por el aeropuerto de Lisboa donde acababa de desembarcar junto a sus padres y hermanas para pasar las navidades con sus abuelos, los condes de Barcelona, y admiré su templanza infantil unos meses más tarde durante la primera entrega de los premios Príncipe de Asturias, creados para resaltar su figura institucional que protagonizó.

Debutaba presidiendo un acto solemne y leyendo ante dos mil personas su primer discurso. Recuerdo que lo estaba haciendo con voz infantil pero un gran aplomo hasta que de pronto, cuando ya llevaba la mitad del texto, los nervios le traicionaron, se saltó algunas líneas y, con todo el teatro Campoamor conteniendo la respiración ante el temor a que no supiese salir airoso del error, nos brindó una de las muestras de serenidad más elocuentes que tuve oportunidad de presenciar en muchos años de asistir a actos públicos. El joven Príncipe se detuvo unos instantes con la vista fija sobre el folio que tenía delante, repasó con un dedo los renglones con las frases equivocadas, y sin alterarse levantó los ojos, se disculpó con una sonrisa y volvió al punto de partida en la lectura para concluir de forma imperturbable el mensaje que le habían preparado.

Aquel día el Príncipe Felipe se ganó la simpatía de todos los asistentes y el mayor aplauso que se recuerda en Oviedo, ciudad en la que despierta especial simpatía. Luego asistí, en el verano de 1985, a su graduación en el Lakefield College School de Toronto (Canadá), donde había completado los estudios de acceso a la Universidad, y donde recibió el reconocimiento como el alumno con mejores cualificaciones para las relaciones humanas. Sus compañeros se deshacían en elogios a su compañerismo, predisposición a la amistad y actitud solidaria. Los profesores, a los que tuve oportunidad de entrevistar, destacaban el interés que mostraba por todas las facetas del conocimiento.

Fue emocionante observar el afecto con que le despedían sus colegas, muchos también extranjeros como él. El centro estaba situado en un paraje excepcional, al lado de un lago rodeado de pinares. Durante el curso de nueve meses había sido sometido a un esfuerzo suplementario porque en su caso el programa de asignaturas de carácter general incluía otras -como Historia y Filosofía- que sus padres y educadores en España habían considerado necesarias para su formación global. Pero no se quejaba de que le hubiesen recortado las horas de recreo. Estaba deseando regresar a España -confesó- para ver a sus hermanas y ofrecerles los regalos que les había comprado con sus ahorros, unas figuras de piedra jabonosa típicas de la artesanía local.

En otros idiomas

Con el paso de los años, en mi condición de presidente de la Asociación de Periodistas Europeos, de la que don Felipe es Presidente de Honor también desde muy pequeño, tuve el honor de compartir en repetidas ocasiones mesa y conversación con él y con la Princesa Letizia en las cenas de entrega del Premio anual Francisco Cerecedo de periodismo, concedido en algunas ediciones a escritores e intelectuales extranjeros de relieve universal, como Antonio Tabucchi, Adan Michnik o Barbara Probst entre otros, y de observar cómo el futuro Rey de España se desenvuelve en otros idiomas y en el abordaje de los asuntos más candentes de la actualidad.

Nunca le he visto rehuir cuestión alguna que se le planteara por espinosa que pudiera parecer ni abandonar el buen humor sin afán de hacerse el gracioso con que consigue mostrarse como una persona sencilla y cercana. Hace años, en un almuerzo informal con periodistas, dominado por la cordialidad que enseguida propicia, le pregunté a bocajarro -y confieso que no sin intención de explorar su reacción- qué opinión tenía del general Franco al que no había conocido en la práctica pero a quien la Monarquía debía su restauración. No se inmutó, ni carraspeó para tomarse tiempo para pensar una respuesta diplomática o evasiva como la que me esperaba. Lo veo -recuerdo que respondió- como una figura que como tantas otras al margen de los juicios de valor que merezcan, es parte de la historia de España.

Pero cuando más me impresionó escucharle fue en una conversación que mantuvo en mi silenciosa presencia en la cena del Francisco Cerecedo del año 2012 con el ganador, el prestigioso ensayista y ex dirigente liberal canadiense Michael Ignatieff. Fue un diálogo apasionante. Los dos rivalizaban en interés por conocer sus opiniones e interpretaciones de la situación nacional e internacional. Ignatieff sentía curiosidad por diferentes aspectos de la política española, empezando por la crisis que nos estaba ahogando, y el Príncipe le ofreció unas respuestas convertidas en verdaderos análisis reveladores de un conocimiento de la realidad que me asombraron. Y no solo con las respuestas porque luego fue el propio don Felipe quien sometió a su interlocutor a un interrogatorio, impregnado de observaciones sobre la situación internacional que resultaba igualmente revelador de sus conocimientos.

Garantías

Al final de la velada, cuando nos quedamos solos algunos asistentes, ya al pie de la escalera del hotel que le conduciría a su habitación, Ignatieff me puso la mano en el hombro y me dijo moviendo la cabeza de arriba abajo: «Estoy sorprendido y admirado de la talla de vuestro heredero; y no me refiero -matizó sonriente- a la talla física, sino a la talla intelectual. Tenía curiosidad por conocerle pero no me imaginaba que estuviese tan preparado ni tan puesto en la realidad social e sobre todo internacional. Un Príncipe heredero, que no tiene que examinarse a priori para llegar a jefe de un Estado siempre ofrece incertidumbre, pero el vuestro lejos de despertar incertidumbre, ofrece garantías».

En otra ocasión, a otra personalidad cuyo nombre no me atrevo a revelar que acababa de mantener con él una larga conversación, le oí comentar: «El Príncipe de Asturias para quienes no le conocen es una gran sorpresa: tiene modales impecables pero dista mucho de ser un 'play boy' de la alta sociedad o un miembro de la realeza de los que se pinchan un dedo para mostrar que su sangre es azul. Resulta sorprendente cómo analiza los problemas que preocupan a la gente y cómo los comparte y hasta diría que los sufre. Nada que ver con los príncipes de las películas ni con los bailes de la Corte de Viena. Es un hombre de su tiempo y como ha demostrado a la hora de casarse, un hombre del pueblo».

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