Cada vez más personas reducen el consumo de productos de origen animal por motivos de sostenibilidad. En principio la decisión parece acertada, y la tendencia, ... pese a quien pese, ha venido para quedarse. El mercado lo sabe, y ya hay un inmenso capital monetario y humano aplicado a empresas como Impossible Foods (Alimentos Imposibles, en inglés) o Beyond Meat (Más allá de la Carne), creadas en Silicon Valley, con cotizaciones estratosféricas en la bolsa y empeñadas en desarrollar la hamburguesa vegana perfecta, entendiendo por perfección el parecido con una de vacuno. ¿Qué implica eso? Pues para empezar, un alimento que, aunque atractivo a la vista, es a todas luces un ultraprocesado.
Para convertir un vegetal en algo que pase por carne no solo hay que desnaturalizarlo, sino que es necesario aplicar saborizantes, texturizantes, aglutinantes, colorantes y un gran consumo de energía y otros recursos aplicados a la transformación, el packaging y el marketing de la 'fake burger'. En fin, resultona y hasta puede que sabrosa, vale, pero ¿ecológica? ¿sostenible? ¿saludable? Eso tiene más discusión. Lo que parece claro es que la cultura de la satisfacción en la que vivimos nos provoca la ilusión de que adquirir determinados compromisos no implica ninguna renuncia. Brownies sin harina, sin cacao, sin grasa y sin azúcar; hamburguesas sin carne, queso rallado fundente vegano, bases de pizza de harina de coliflor. Todo debidamente promocionado para hacernos pensar que seremos mejores si elegimos eso. Pero quien termina bien alimentada es la maquinaria de consumo. En realidad el comportamiento ecológico, sostenible o como quieran llamarlo, no consiste en un cambio de dieta, sino en un cambio de hábitos de vida con criterios de austeridad; incluyendo el de la comida-trampantojo por comida real cuya transformación requiere nuestra intervención. Eso sería coherencia, lo otro es moda.
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