Crisis del coronavirus | Los jóvenes se defienden: «No somos tan irresponsables como muchos creen»
Con su comportamiento despreocupado y sus ganas de fiesta han contribuido al aumento de contagios. Ese reproche lo han escuchado muchas veces en las últimas semanas
Mucho se ha hablado de ellos en las últimas semanas y muchos les han apuntado con el dedo acusador. Los jóvenes, los mismos que ponen ... en peligro a los mayores con sus comportamientos irresponsables en mitad de una pandemia mundial. Eso se dice. Los jóvenes sin cabeza que asisten a fiestas ilegales o se juntan en pisos para hacer botellón. Los que se reúnen por las tardes en los parques. ¿La mascarilla? En el mejor de los casos, por ahí anda colgando de la muñeca. Los jóvenes. Ellos, que se saben fuera de los grupos de riesgo y se creen invencibles. El sello que se les ha puesto parece difícil de borrar: vosotros, los irresponsables. Algunos epidemiólogos hablan de vectores de transmisión. La pregunta es la siguiente: ¿cuál es el papel de los jóvenes en esta crisis sanitaria y se merecen tanto reproche?
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El catedrático de Psicología en la UMA, Pablo Berrocal, es una de las voces autorizadas que se rebela contra la imagen que se está trasladando de los jóvenes. Cuando se decretó el primer confinamiento en marzo, puso en marcha un estudio para ver cómo afectaba a la población el encierro a nivel psicológico. «Después de analizar lo recabado, hemos llegado a la conclusión de que los jóvenes hasta los 25 años son el grupo que más ha sufrido», destaca. «Señalarlos, como se ha hecho estas semanas, es un error total. Eso no puede hacerse», afirma de forma tajante.
Demasiadas veces, cree Berrocal, se les ha obviado desde que se decretó la pandemia. Como si a los jóvenes no les afectaran las restricciones impuestas. Como si no hubieran vivido situaciones de estrés y zozobra en los últimos meses. Como si no estuvieran cansados de que se dude en su implicación para frenar el virus. Quince jóvenes, entre 19 y 28 años, toman la palabra y valoran si las críticas que han recibido en las últimas semanas son justas o no. Comparten los sentimientos que han experimentado en los últimos meses y cómo afrontan una situación que les prohíbe vivir y lo mismo que han experimentado otros a su edad.
Con un horizonte económico que se prevé más negro y amenaza con achicarles sus oportunidades para entrar en el mundo laboral.
Hasta hace poco, se creían una generación que representaba algo así como un nuevo amanecer. La crisis financiera de 2008 empezaba a sonar a lejano. Hasta que llegó el coronavirus. Las ofertas de empleo vuelven a evaporarse en estos instantes y las empresas han pasado al modo de supervivencia. La recuperación de este tsunami apunta ya a media década. Para algunos, eso es incluso ser optimista.
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A lo mejor, es ese miedo difuso al futuro, el que se extiende ahora mismo en la cabeza de muchos jóvenes como la niebla. En estas semanas, Paula Calvo se ha preguntado muchas veces si todo el esfuerzo habría sido para nada: los cinco años del doble grado en ADE y Economía o el máster en economía digital que está cursando ahora la Universidad Loyola. «Estábamos llamados a comernos el mundo y ahora el mundo parece que nos va a comer a nosotros», dice con resignación. El mercado laboral, eso lo sabe, está congelado.
Lo que está sucediendo es un giro dramático para una juventud que hasta hace poco tenía otros planes y unas perspectivas muy distintas: las primeras prácticas en una empresa, el festival del verano con los amigos, el viaje para seguir ampliando el horizonte o, por qué no, lanzarse a la aventura del emprendimiento. Todas las posibilidades estaban abiertas, pero todo ha cambiado de un día para otro.
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También los de Antonio Villalaba. A sus 23 años, vive con sus padres en el barrio de Miraflores. En verano terminó la carrera de Derecho. Que no haya tenido una fiesta de graduación ahora le parece el menor de sus problemas. Antonio ha optado por centrar todos sus esfuerzos en sacar adelante unas oposiciones.
El empleo público gana enteros entre los jóvenes como medio para lograr la ansiada estabilidad. «Ahora, con más razón», precisa Antonio. Ahora estudia «a ciegas», a la espera de que a alguna administración le dé por abrir el grifo de la contratación pública. Admite que le pesa mucho contar con un horizonte más definido.
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Antonio también señala a la otra crisis, la que se desarrolla a nivel mental, espoleada por los mandamientos del distanciamiento social. «A mí me encantaba quedar con mis amigos. Mi vida social se ha reducido de forma drástica», se lamenta. En el fondo, asegura, no le sorprende de que muchos apunten a los jóvenes como los catalizadores de la segunda ola: «Siempre se intenta buscar a un culpable. Primero fueron los niños pequeños y ahora son los universitarios. No somos tan irresponsables como muchos creen». La posibilidad de un segundo confinamiento le provoca angustia.
El sueño de la estabilidad
La misma sensación de angustia que sintió María Plaza en los tristes meses de marzo, abril y mayo. «Lo pase fatal. Al final, estaba con los horarios desfasados. Eso me pesó mucho», reconoce ahora. María vive en Málaga pero es de Ceuta. Separada de sus familiares, la soledad empezó a hacer mella y experimentó sensaciones que iban de la tristeza absoluta a la tristeza moderada. María, se podría decir, es algo así como una heroína. Durante el post-confinamiento, logró encontrar trabajo en una agencia de marketing. La amenaza de otro parón económico, reconoce, amenaza una estabilidad que lleva mucho tiempo buscando. Ahora tiene 28 años.
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El dilema de los jóvenes en España se refleja cuando los mensajes que vienen de la política se contrastan con la cruda realidad. El clásico «no dejar a nadie atrás» les empieza a chirriar cada vez más. En la última encuesta de población activa (EPA), son ellos los que aparecen como los claros perdedores. Sin contar los Erte, se han destruido un total de 244.000 puestos de trabajo. Los más perjudicados han sido los jóvenes. Uno de cada cinco menores de 25 años ya ha perdido su empleo por la crisis del coronavirus.
María Montes, 20 años, acaba de hacerse autónoma. «Hasta ahora, lo había visto como algo que me daba cierta libertad. Me gestionaba los encargos que me llegaban y era una modalidad que me servía», explica esta diseñadora gráfica. Ahora teme que no le entren los trabajos suficientes para sobrevivir. Tampoco es su única preocupación. También las hay más banales. Reconoce que está un poco cansada de tener que justificarse porque le apetezca salir a bailar. Volver a pisar una discoteca. Conocer a gente nueva. No lo hace por responsabilidad. ¿Un problema de primer mundo si se compara con la magnitud de la pandemia?
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«Para nada», dice Berrocal. El psicólogo remarca que estos jóvenes se encuentran en una fase vital en sus vidas: «A un joven lo que menos le apetece ahora es estar con sus padres. Hablamos de las primeras relaciones afectivas. Hablamos de conocer a gente, de iniciarse en el sexo. Todo eso se les ha cortado de golpe». Los jóvenes, precisa, tienen motivos más que justificados para sentirse tristes y deprimidos. «Lo vemos ahora con el toque de queda. A ellos les perjudica más que a un adulto. Por poner un ejemplo que se entiende fácil: no es lo mismo meter en una jaula a un canario que meter a un tigre», explica. La conclusión: salir de fiesta y divertirse también marca. El tiempo perdido es difícil de recuperar.
Pero también hay miradas críticas entre los propios jóvenes. Shaima Abdula Karim tiene 21 años, estudia un grado de Química y Microbiología en Granada. «Yo sí pienso que los jóvenes tenemos parte de culpa», reconoce que se están celebrando fiestas clandestinas casi todos los días. «Ahora porque es Halloween. Antes, por el inicio de curso».
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