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La plaza en 1920.
Plaza de la Merced

Plaza de la Merced

Simétrica y romántica, ceñida por cuatro paños de arquitectura de distintos tiempos, la plaza de la Merced fue, a partir de la primera mitad del siglo XIX y por espontánea voluntad del pueblo malagueño, su hito urbano más singular, enclave representativo de todas sus gentes y faro que permanentemente mantuvo iluminado su espíritu libertario...

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Viernes, 17 de octubre 2014, 20:39

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Ninguna otra plaza local como ella protagonizó a lo largo de los siglos la vera historia de Málaga. Desde sus esquinas, como testigos que, asombrados, ven pasar el tránsito de gentes y culturas, conoció en sus lomas próximas el asentamiento de la primera colonia fenicia; vio después, en un cambio brusco de su escenografía inmediata, romanizarse el paisaje, y en otro salto vertiginoso de la historia, mudar los arcos latinos por la piedra musulmana.

Fue puerta de ciudad, bastión defensivo, lugar de convocatorias populares, tertulia del camino y, cuando así lo permitió el urbanismo intimista del siglo pasado, recinto donde los niños jugaban al toro y las niñas saltaban a la comba, entre ellos dos hermanos vecinos de la misma plaza: Lola y Pablo Ruiz Picasso.

Con otros nombres y para distintos usos según qué tiempos, la romántica plaza siempre formó parte del paisaje urbano de la ciudad. Cuadrilongo espacio siempre expectante acerca del uso que le asignaban la ciudad y sus vecinos, no se conoce un caso igual de interdependencia entre ámbito urbano y ciudadanía, pues, unas veces por la presión de quienes llegaban para colonizar y otras distintas por la furia malagueña puesta para defenderse, el territorio que quedaba extramuros, como disimulando en barbecho su condición de vigía vocacional, supo ganarse en afectos populares lo que ya había dado a la gente en servidumbre amorosa.

Eran las proximidades de la plaza hace 19 siglos la monumentalidad romana por excelencia. Desde su lado sur, o iniciación de la actual calle Victoria hasta la Haza Baja de la Alcazaba, discurría una avenida de singularidades metropolitanas tan bien labrada de edificios administrativos, jardines, conjuntos ornamentales, estatuas e inscripciones, que no eran el foro ni el teatro lo que únicamente otorgaba a la ciudad significación latina, sino las tablas de la Lex Flavia Malacitana, que desde el siglo I d. C. atestiguaba su condición de ciudad federada de Roma. Enlazar, ensamblar y prolongar culturas fue tradicionalmente la oculta y no revelada vocación de esta plaza, madre de plazas locales y generosa en magnitudes emocionales compartidas por la mayoría.

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Cuando el Imperio se desmorona y la historia de Roma se apaga ocultando su propia piedra monumental, borrada la epigrafía latina de más de 600 años, el rectángulo de la plaza de la Merced queda en simple arrabal, en vacío espacio extramuros de la ciudad musulmana, donde se levantó la Puerta de Granada, arco en herradura que abría generoso sus portones a los viajeros del reino.

Bajo el arco y a través de sus puertas entraron las huestes cristianas de Isabel y Fernando aquel ya lejano 19 de agosto de 1487, luego de haber puesto sitio de tres meses y once días a la ciudad musulmana, bravamente defendida por los gomeres de Hamet el Zegrí, desde Gibralfaro, y por la población civil, desde todas y cada una de sus 200 torres.

En este mismo espacio fueron liberados los cautivos que dolieron largos ayunos y tormentos en las mazmorras moras; de este lugar partió la procesión cívico-religiosa que llevó a la imagen de la Virgen de los Reyes hasta la Mezquita Mayor una vez conquistada Málaga; y por el protagonismo de la plaza durante aquellos fastos, los reyes la declararon en 1489 mercado franco y feriado una vez a la semana. Fue en cierto sentido plaza urbana a partir de entonces, y para mejor adornarla y servirla a los usos fijados en real cédula se plantaron varias ringleras de álamos, por lo que la plaza se llamó del Mercado o de Alamos.

La de la Merced fue también en ocasiones escenario de albergues, hospederías y mesones, de los cuales destacaron el de Garci Fernández Manrique, primer corregidor de la ciudad a partir de la Reconquista, que en el lugar donde hoy se halla el Cine Astoria instaló un mesón para recibir y albergar a los moros que llegaban, y que, por imperativo legal, no podían permanecer de noche dentro del recinto murado. Con la caída del trono de Granada desapareció la medida y, con ella, el mesón de Garci Fernández; en su lugar nació el hospital de Santa Ana, dedicado a la atención de enfermos contagiosos.

DEFINITIVO NOMBRE

La plaza del Mercado o de Alamos pronto iba a encontrar su definitivo nombre, pues ocurrió que los Mercedarios, que ya habían fundado su primer convento en la ermita de San Roque cerca de la Huerta del Acíbar, donde se levantó más tarde el convento de los monjes Victorios, decidieron instalarse en la plaza del Mercado. En ella hallaron un soberbio espacio sobre el que edificaron la iglesia y el convento de la Merced. En 1835, al aplicarse las leyes desamortizadoras y exclaustración religiosa, fue confiscado el convento, no así su iglesia, que quedó con parte de la antigua huerta; en aquel momento nacía el cuartel de la Merced, suma y sigue de la vocación, entre libertaria y anticlerical, de Málaga.

La bella iglesia, cuya planta existió hasta 1963 luego de haber sufrido incendio en los acontecimientos revolucionarios de 1931 y padecer leyenda de fundación clerética no ortodoxa, «Las Hipolitinas», veinte años después, dio paso a la primera agresión urbanística sobre la romántica plaza al construirse el edificio Pertika. Pero, entre 1772 en que se labró su fachada y 1835 en que se sustituye convento por cuartel, no perdió de forma violenta ninguna de sus tradicionales líneas arquitectónicas.

La perfecta simetría de la plaza se consiguió mediante cuatro actuaciones arquitectónicas que, cronológicamente distantes entre sí, lograron dotarla de su característica más señera, cual es la armonía de su diseño. En efecto, al paño que se traza inicialmente, el del mesón de Garci Fernández Manrique, le siguió el costado de la iglesia de la Merced, continuó por el convento de Santa María de la Paz, lado de las Casas de Campos, y finalizó con la ordenación de la antigua Puerta de Granada hacia calle Alamos con la alineación de las mansiones burguesas de principio del siglo XVIII.

ROMANTIZACIÓN DE LA PLAZA

El armónico cuadrilongo alcanza su máxima popularidad como espacio ciudadano a partir de su romantización poco después del primer tercio del siglo XIX, porque durante toda la citada centuria se sucedieron hechos y acontecimientos que marcaron, como en los lejanos tiempos de la presencia fenicia, latina o sarracena, otros hitos en los que el pueblo, inductor y mandatario de su propio protagonismo, vivió con intensidad y compromiso los diferentes mandatos históricos que el devenir marcaba.

Allí, los malagueños quedaban reunidos muchas veces para comunicarse secretas noticias de los liberales Riego y Torrijos; desde dicha atalaya ciudadana, las mujeres, ocultas tras las celosías de balcones, cierros y ventanas, vieron pasar un aciago día de diciembre de 1831 los furgones y carromatos que conducían a los cincuenta ajusticiados en las playas de El Bulto, víctimas de irresponsable delación retribuida; y en esta misma plaza, por decisión popular, se levantó, por el Ayuntamiento constitucional de 1842, un altar ciudadano a los héroes de la libertad opuestos al absolutismo de Fernando VII.

Fue también allí donde concluyó el contagio insurreccional contra la reina gobernadora Cristina de Borbón, cuarta esposa y sobrina del mismo monarca, cuando, en contra de la mayoría parlamentaria, quiso imponer a Istúriz como presidente del Gobierno. La revolución del 16 de julio de 1836, iniciada en nuestra Alameda Principal al finalizar la procesión de la Virgen del Carmen, se remató con el asesinato del conde de Donadío, gobernador civil que pretendió movilizar a la guarnición contra el pueblo desde el cuartel de la Merced. Consecuencia de aquel nuevo grito libertario malacitano fue el motín de la Granja, que determinó la publicación de la Constitución de 1812 y la aceptación, por parte de la madre de Isabel II, del texto execrado y perseguido con saña por su excelso esposo cuando aún vivía. Estos dos acontecimientos, de los que fueron los malagueños principales actores con una diferencia cronológica de cinco años, determinaron el definitivo significado de la plaza, mucho más a partir de 1842, cuando el Ayuntamiento constitucional de Málaga, a través de la propuesta de su alcalde José Hernández, decidió levantar en el centro de la misma el obelisco que perpetúa la memoria de Torrijos y los mártires de la libertad caídos bajo las balas fernandinas en un recodo de la bahía de Málaga once años antes. Si el espíritu romántico y el libertario se mezclan hasta aparentar un único sentimiento, diríase de este rectángulo urbano, plagado de afectos y desamores, que fue igualmente pasarela y escenario donde la gente gustaba dejarse ver. Teatro del acontecer político local, cuando Rafael de Riego llega a Málaga a comienzos del decenio de los años veinte del pasado siglo, desde el balcón de la casa número 15 se le vio arengar a los malagueños. La crónica local constata que un ciudadano acalló la voz del general liberal con un fuerte rebuzno; tal vez de aquel irrespetuoso recibimiento de sus contrarios, y para señalar el afecto de quienes en Málaga seguían a tan ilustre como combativo militar, la plaza quedó bautizada con su nombre.

Cuando llegó «La Gloriosa», revolución que en el mes de septiembre de 1868 mandó al exilio a Isabel II, en esta misma plaza formó su batallón cívico el pintor Bernardo Ferrándiz, que años después, llevando su ironía al telón de boca del Teatro Cervantes, se autorretrató de Mefistófeles en el acto de descorrer las cortinas de la comedia de la vida...

Plaza a la que la ciudad cambió de destino y uso a medida que se abrían otros escenarios urbanos, a los hechos y sucesos políticos, sociales y culturales del pretérito, brindó su ámbito a las conmemoraciones del Corpus Christi, según anteriormente había sido la plaza de la Constitución, que con sus luminarias de cristal y miles de farolillos entretejiendo la arboleda daban un aspecto realmente brillante a todo el conjunto. En los años finales del pasado siglo y durante los inviernos, la gente que acudía a la misa mayor de Santiago quedaba reunida en el interior de su perímetro para escuchar los dominicales conciertos del Regimiento de las Antillas.

Fue durante una de aquellas citas populares domingueras cuando el pintor Horacio Lengo, so pretextos cualesquiera, citó a todos los jorobados del decenio el mismo día e idéntica hora. Cuando dos docenas de corcovados se contemplaban, entre incrédulos y sorprendidos, en el centro de la plaza, la banda dejó de tocar para sumarse a la jarana.

Plaza linde entre el barrio de la Victoria y el centro urbano, los del «Chupaytira», en connivencia con su antiguo párroco, no permitían que la imagen de la Virgen de la Victoria bajara a la Catedral, pues era creencia que si el icono escultórico trasponía los límites del barrio ya no regresaría jamás a él.

DIVERTIDA PLAZA

Los primeros cinematógrafos de la ciudad se instalaron en la plaza hacia 1910, y fue el célebre Pascualini, al que siguió tres años más tarde el primitivo Cine Victoria. Nunca perdió la plaza su carácter popular; nunca le dio de espaldas a la ciudadanía.

Durante los años 20 al 30, en sus quioscos del vino amigo y barato y la económica y suculenta tapa, según rezaba en distintos afiches publicitarios que hemos conocido, dichas instalaciones eran escenario genuino de la llamada ópera flamenca mediante fonógrafos de manubrio La Voz de su Amo, altavoces de trompeta y discos de pizarra a 78 r.p.m. que reproducían las voces de las más afamadas figuras del género.

Romántica, revolucionaria, libertaria plaza de la Merced, fue en toda ocasión paisaje urbano donde la memoria ciudadana no se pierde, de ahí que represente el espacio que se recupera de una generación a otra sin necesidad de puesta en común ni consenso.

De su hasta ayer descuidado a su presente dignificado por compromiso municipal que no cesa es, por antonomasia, la plaza del pueblo.

RIQUEZA ARQUEOLÓGICA

Con anterioridad al periodo musulmán, la Judería, según quedó demostrado por la aparición de yacimientos arqueológicos alumbrados durante la cimentación del convento de la Paz y del antiguo hospital de Santa Ana, había sido espléndida decoración de la ciudad romana. En efecto, la aparición de bóvedas y galerías de la cultura latina durante el imperio de los césares hizo afirmar a autores como Francisco Guillén Robles la existencia de todo un complejo romano de singulares características. Allí se creen estuvieron fijadas, para conocimiento de los vecinos de la época, las tablas en bronce del ordenamiento jurídico del Municipio Flavio Malacitano; en aquella extensión, de alguna forma exonerada luego por moros y cristianos, se situaron magníficos edificios de la administración romana; por entre un dédalo de calles concurridas se alineaban casas principales de gentes patricias que tenían, a todos los efectos, idénticas prerrogativas que los de la metrópolis madre y los ciudadanos nacidos o residentes en la Málaga federada.

PRIMER ARBOLADO

El primer arbolado de la plaza fue obra del corregidor malagueño Ramírez de Arellano, que al iniciarse el siglo XVIII ordenó, con la plantación de la arboleda de sus cuatro lados según recoge magníficamente el plano de Carrión de Mula, la construcción en su centro de un bello estanque, a partir de cuyas dotaciones realmente comenzó tal recinto a ser de verdadera utilidad a la ciudadanía.

La placentera sombra junto a los bancos para descansar tan próximos al rumor de los surtidores de agua, la situación estratégica del lugar y la entidad de los vecinos que poco a poco fueron habitando las calles Alamos y Granada esta última por entonces todavía llamada Real, la proximidad de la que fue primera parroquia de la diócesis, Santiago, y lo señalado de la vecindad fueron causas que inmediatamente determinaron su estilo propio, a diferencia de la plaza de las Cuatro Calles, que todavía estaba marcada por ser mercadillo y zoco permanente.

Fue a partir de la selecta población que comenzó a frecuentar la plaza, luciendo las damas sus mejores galas y convirtiendo los caballeros en tertulia social el espacio interior de la misma, cuando puede decirse que real y verdaderamente el recinto se incorporó al uso social y cultural ciudadano. No fue pacífica la coexistencia de conventos e iglesias tan próximos entre sí Santiago, la Merced, la Paz y Santa Ana, pues durante el largo periodo a que nos referimos, las espadañas de unos y otros, con el fin de advertir a la distinta feligresía devota que los oficios estaban próximos a celebrarse, resultaba insostenible la guerra de campanas que mantenían desde el alba. A causa del problema que los campaniles creaban a la vecindad tuvo que intervenir el señor obispo de la diócesis obligando a las iglesias y conventos a hacer compatibles los horarios y, sobre todo, a que las campanas fueran volteadas con mayor discreción y merma de tiempo. Para no irritar a nadie, el acuerdo adoptado fue que las campanas podrían ser utilizadas todas al mismo tiempo si el caso lo requería a partir de las once de la mañana.

Se ha señalado ya la importancia que la plaza y sus inmediatos aledaños tuvieron desde el punto de vista de sus moradores y la calidad de sus respectivas residencias. En efecto, gran parte de la burguesía malagueña del XVIII y primer decenio del XIX vivió en ella o en las cercanas calles Alamos, Ancha Madre de Dios y San Juan de Letrán. Los últimos restos de contadas construcciones domésticas de muy labradas fachadas, elegantes patios y muy costeadas escalinatas que existieron aún hoy existen algunas de ellas dieron y dan fe del estilo de vida de las familias que las habitaron por generaciones.

De las adineradas sagas que en dichos siglos ocuparon palacetes en calle Alamos debemos recordar a la familia Livermore, en cuyo cerrado clan logró introducirse Manuel Agustín Heredia y más tarde José de Salamanca. Vecino de la misma calle fue igualmente Estébanez Calderón, nuestro más expresivo escritor costumbrista que firmó sus obras con el pseudónimo «El Solitario», así como otras que, pasados los años, construyéronse bellísimos palacetes cuando nació la Alameda Principal, y más tarde en la de los Tristes, hoy de Colón.

Una de las más bellas muestras de arquitectura doméstica existente todavía en calle Alamos es la antigua mansión de los Salas-Guirior, marqueses del segundo de los apellidos mencionados.

LLEGAN LOS FRANCESES

El día 24 de enero de 1810, a muy temprana hora, llegó a la ciudad una agitada silla de posta que anunció a las autoridades locales que los franceses habían traspuesto los desfiladeros de Sierra Morena y que, capitaneados por el general Horace Sebastiani, avanzaban hacia Málaga. Hubo revuelo en la plaza de la Constitución entonces Real, donde se congregaron numerosos vecinos.

Sin embargo, la convocatoria fue mucho más numerosa en la plaza de la Merced, donde un tal coronel Abelló, poseído de gran espíritu patriótico, logró reunir un pequeño ejército que, provisto de ridículo armamento (piochas, palos y una lombarda que se logró arrastrar desde Gibralfaro), salió la noche del día 2 de febrero en dirección al Viejo Camino de Antequera con el fin de salir al encuentro de los gabachos. El «¡Trágala, perro!», estribillo de una canción puesta de moda desde mayo de 1808 que execraba la invasión francesa, era cantado una y otra vez por los enfervorizados patriotas malagueños.

El pequeño ejército cívico, con más ruido que eficacia, puso emboscada a la tropa napoleónica en el desfiladero antequerano conocido como Boca del Asno, pero resultó penosa incursión. La misma plaza de la Merced que vibró al despedirle para tal aventura le recibió días después diezmado, y en desbandada de total desmoralización. Allí, en el cuadrilátero de la Merced, madres y esposas curaron las primeras heridas a sus gentes; allí, en inútil aunque esperanzada vigilia, jóvenes mujeres estrenaron viudedad al ser informadas por los sobrevivientes; allí, sin canciones guerrilleras ni banales entusiasmos, los malagueños se prepararon para lo que venía...

AGITADO SIGLO

El convulso siglo XIX proporcionó a la plaza de la Merced distintos momentos protagonistas. De los más famosos que constatan nuestras crónicas locales, quizá resulte aquel día 18 de febrero de 1820 cuando aparece por Málaga el general Rafael de Riego con el fin de sublevar, a su paso por las principales zonas de la provincia, a las distintas guarniciones militares. Un estribillo, surgido en la clandestinidad revolucionaria que más tarde titularon «Himno de Riego», cantaba la gente de Málaga cuando acompañaba al general en el centro de la plaza:

«Soldados, la patria

nos llama a la lid;

juremos por ella

vencer o morir».

Con un ejército de 2.500 hombres no mal pertrechados y un relativo entusiasmo tras haber comprobado la frialdad con que fue recibido en algunos acuartelamientos, Riego llega a Málaga convencido de hallar en la capital el eco e interés que no había conseguido en otras poblaciones. Ocurrió, sin embargo, que perseguido muy de cerca por las tropas de José ODonell, que mandaba un batallón de realistas, ambos militares batallan en calle Carretería, siguen por Alamos, llegan a la plaza de la Merced, donde el enfrentamiento alcanzó proporciones sangrientas, y al empuje de los segundos las huestes de Riego toman la calle Victoria y se pierden camino de Colmenar arriba, hacia los Montes de Málaga.

No obstante aquel señalado descalabro inicial, lo cierto fue que la insurrección triunfó más tarde, el gobierno local absoluto cayó por la presión popular, se instaló una junta ciudadana y Riego, por último, pudo retornar a Málaga entre aclamaciones. El escenario volvióa ser la plaza, y en ella Riego vociferó las más encendidas soflamas contra el máximo representante del absolutismo en España, Fernando VII.

RELEVO DE PLAZA

Hasta dicho momento, la plaza principal de la ciudad era la actual de la Constitución, escenario que antiguamente había servido de coso taurino, recinto para fiestas de Corpus y celebraciones teatrales. El hecho de que en ella existieran las Casas Consistoriales y los históricos caserones de San Telmo y del Montepío de Viñeros, con sus balcones corridos asomados a la calle lo que permitía un uso selectivo y minoritario de los mismos durante cualquier tipo de celebración, hizo que la de la Merced relevase a la anterior en nuevas manifestaciones culturales.

Como reacción popular frente al disfrute limitado de la antigua plaza de las Cuatro Calles y los deseos mayoritarios de la ciudadanía de a pie que reclamaba su parte en el protagonismo de las fiestas, el Ayuntamiento fue poco a poco trasladando a la Merced las celebraciones que eran de su competencia.

Fue la primera lección del vecindario de Málaga defendiendo un territorio que consideró propio. Y tal como las crónicas de la época dejaron testimoniado, el ejemplo se repitió en la siguiente generación. En efecto, once años más tarde de la visita de Riego, otro liberal, José María de Torrijos, en compañía de otros numerosos patriotas, desembarca en las playas de Fuengirola, y posteriormente refugiado en Alhaurín de la Torre es cercado, detenido, conducido a la ciudad y, con insólita premura, puesto en capilla en el convento del Carmen para ser de inmediato fusilado en las playas de El Bulto un nuboso día próximo a la Navidad de 1831.

OBELISCO A LOS MÁRTIRES

Así las cosas, el Ayuntamiento constitucional de 1842, justo el día 17 de abril, celebra la ceremonia de colocación de la primera piedra del monumento a Torrijos y compañeros. El proyecto se encargó al arquitecto Rafael Mitjana, que desarrolló su idea con un excelente gusto dentro de la enorme sencillez de su diseño. El día 11 de diciembre del citado año, conmemoración del undécimo aniversario de los hechos que tal monumento recordaba, se hacía, desde el cementerio de San Miguel, el traslado de los restos mortales de quienes fueron fusilados en El Bulto, permaneciendo desde entonces bajo él.

En estilo literario muy de la época, distintas cartelas fundidas en bronce aluden a la heroicidad y espíritu de libertad que simboliza el monumento. Elijo de todas ellas dos que definen con precisión el mensaje que a la posteridad legaron Torrijos y sus cincuenta compañeros ajusticiados. En una de ellas se escribió hace 157 años:

«A vista del ejemplo, ciudadano, antes morir que permitir tirano».

En otra: «El mártir que transmite su memoria, no muere, sube al templo de la gloria».

Con la erección del monumento, la plaza consiguió por vez primera urbanizarse, hasta el punto de conseguir su más estético momento, pues ciertamente la construcción de aquel altar cívico en su centro, con la consiguiente elevación del cuadrilátero interior, definió su uso como pequeño y definitivo parque urbano, al tiempo que permitía utilizar los cuatro espacios laterales exteriores en organizadas vías para el tránsito rodado.

Con aquella inesperada y sorprendente obra, la ciudad alcanzaba la estética puesta a punto de una plaza que, pasando por todas las vicisitudes arquitectónicas y de conservación, lograba por su simbología, diseño y sentido utilitario convertirse en el primer y más solicitado espacio urbano de Málaga.

Como es lógico suponer en esto el malagueño conocedor de su ciudad no tendrá dudas al respecto, las obras totales de la nueva plaza, partiendo del obelisco a Torrijos y compañeros, fueron el resultado de diferentes y cíclicas actuaciones municipales; la falta de recursos económicos, una vez más, condicionó la buena y entusiástica disposición de los equipos edilicios sobre quienes recayó la responsabilidad de concluirlas.

Estos arreglos interiores van a coincidir en algún momento con la puesta en práctica de las leyes desamortizadoras, otra de las causas por las que la plaza entrará en cambios fundamentales en lo que se refiere a su arquitectura doméstica y conventual. Efectivamente, cuando el convento de la Merced es incautado y los frailes pierden por arrebato legal los terrenos de sus huertas y cenobio, quedando únicamente de su primitivo complejo la iglesia titular, el convento se convierte en cuartel que será conocido con el mismo nombre de la Orden Mercedaria, y en él, durante los aciagos días 16 al 18 de julio de 1836, cuando desde Málaga se exporta a gran parte de las principales ciudades españolas su protesta contra la reina gobernadora Cristina de Borbón, allí, en dicho acuartelamiento, cae asesinado el conde de Donadío, en tanto que horas antes, también por las milicias populares, es ejecutado en plena vía pública en los alrededores del Teatro Principal el gobernador militar de la plaza, San-Just.

CAMBIOS EN LA PLAZA

Si ciertamente el extremo donde se levantaban el convento e iglesia de la Merced sufre pocos cambios puesto que permanece lo esencial de sus restos templo y cuartel, donde sí se produce un cambio notable es en lo que hasta esos momentos queda del desamortizado convento de la Paz, sobre cuyos terrenos levantará don Antonio Campos Garín, marqués de Iznate, todo un elegante frente de viviendas que en el futuro la gente bautizará como Casas de Campos. Estas viviendas transforman totalmente su flanco nordeste, tanto por el lado de la plaza como por Cobertizo del Conde, toda vez que al largo intermedio que quedaba entre el último y la calle Victoria se construye el pasaje de Campos.

Ciertamente, el convento de monjas de Santa María de la Paz, por la extensión superficial que ocupaba y las propias singularidades del terreno, permitió que el señor Campos pudiera realizar una promoción arquitectónica meritoria; y siendo, según fue, uno de los últimos conventos desamortizados en Málaga, cuyo expediente contradictorio ocupó a las autoridades numerosos años, posibilitó mejor utilización de su derribo resultante y un más estético diseño dentro de la sencilla línea conocida del indicado paño de casas.

El autor de sus planos y primigenio director de los trabajos constructivos fue el maestro de obras Rafael Moreno, que las inició el día 20 de enero de 1870; pero, de inmediato y fue un verdadero acierto del marqués de Iznate, se encarga al arquitecto Jerónimo Cuervo, ya en Málaga desde dos años antes, se responsabilice de las mismas. Doble acierto además, porque, gracias a ello y por la obra prestigiado, hará este mismo arquitecto, poco después, el Teatro Cervantes y urbanizará prácticamente todo el centro de la ciudad mediante la construcción de bellos edificios en Sánchez Pastor, Luis de Velázquez, Granada, Molina Lario y plazas del Siglo y de la Constitución, entre otras distintas.

La plaza, pese al trueque de convento por cuartel, nunca perdió su nombre de origen. En algún momento se le llamó de Riego, y en otro, de Torrijos. Pero pasados los distintos segmentos históricos en que tales personajes le dieron nombre siempre tornó a su antigua denominación de Merced.

Otra intervención urbanístca en la zona se produce en el año 1913, cuando el arquitecto Fernando Guerrero Strachan levanta en la esquina oriental de la plaza, donde todavía existía el viejo hospital de Santa Ana, el Cine Victoria Eugenia, que contrariamente a la creencia de que fue bautizado así por su cercanía a calle Victoria lo fue en realidad en homenaje a la esposa de Alfonso XIII, Victoria Eugenia de Battemberg.

Con esta realización, que sin ser espectacular logra cerrar definitivamente el cuadrilongo urbano, se llega finalmente a la estructura que tiene en la actualidad. Se cierran, pues, casi 430 años desde que la Judería dejó de ser explanada extramuros en la linde con el Arrabal, permitiendo afianzar el carácter romántico de la plaza.

Lejana ya la época isabelina, desaparecida aquella curiosa fanfarria musical y divertida de elegantes varones de levita y distinguidas damas y damitas del tieso miriñaque, otra tipología humana le relevó, otras generaciones vinieron a posesionarse de la plaza, y aunque todos con sus viejas reivindicaciones conservadoras o libertarias la reclamaban para sí, lo cierto fue que el ámbito de la Merced encontró en quienes fueron sucediendo a los anteriores motivos suficientes para hacerse protagonista de su mismo destino ciudadano.

TRANVÍAS, LUCES

En los años diez del presente siglo, teniendo como antecedente más cercano la entrada en servicio de los primeros tranvías eléctricos, los vecinos de la plaza asisten asombrados a la utilización genérica de la lámpara incandescente para la iluminación pública, pero la sorpresa mayor consistió en la comprobación de que en el recinto interior nacía el segundo cinematógrafo de Málaga (el primero funcionó en el «relleno» del Parque en julio de 1898 y se llamó Lumière).

Este segundo local público para la proyección de las primeras producciones cinematográficas comerciales fue el célebre Pascualini. Su propietario, Emilio Pascual Marcos, hizo itinerar aquella estructura metálica del pasillo de Santo Domingo al paseo Reding para, finalmente, instalarlo en el centro de la plaza de la Merced y concluir posteriormente su existencia en la avenida de Carlos Haes, actual calle Córdoba.

Durante los años 20 y 30, con las marcadas distancias sociales que habían establecido el obrerismo local y las clases burguesas y conservadoras, la llamada «gente bien» dejó de frecuentarla. La plaza, por tanto, se hizo de uso exclusivo del pueblo. Esa fue la razón por la que se establecieron en los ángulos interiores de su perímetro central otros tantos quioscos metálicos inspirados en los modelos franceses de los últimos años del siglo anterior. En ellos, según quedó comentado, se celebraban sesiones públicas de «ópera flamenca».

En torno a aquellos populares establecimientos del vino amable y la tapa casera celebrábanse largas tertulias en tanto se escuchaba con respeto a los más significativos cantaores de la época. Tertulias que en principio fueron domingueras acabaron convirtiéndose durante los veranos en lugar de cita de todos aquellos que tenían como objetivo de sus existencias el activismo político, la fiesta de los toros y el cante jondo.

CURIOSIDAD

Durante la presidencia de la Alcaldía malagueña del abogado Luis Merino Bayona, y a propósito de las obras que para asegurar el obelisco se realizaron, el alcalde propuso a la corporación levantar acta de cuanto todavía pudiera existir de los restos de Torrijos y compañeros. A tal efecto se descubrió el cerramiento metálico y se tomó nota de las distintas lápidas y cartelas que señalaban cada nicho, comprobándose que dichos restos se encontraban exactamente en los mismos lugares donde habían sido depositados 130 años antes; de todo lo cual se tomó nota documentada.

Años después, concretamente en 1988, y aprovechando otras distintas obras municipales llevadas a cabo para hermosear el monumento, se acordó situar en el exterior del obelisco distintas lápidas que, habiendo permanecido en el interior de la cámara funeraria, resultaban absolutamente desconocidas para la ciudadanía malagueña.

Siempre fue una plaza extraordinariamente animada, en ella muchas generaciones de malagueños, vecinos o no de la zona, la han disfrutado como ámbito de reposo e intimidad. Nunca dejó de ser el verdadero retrato de la Málaga popular. Incluso durante los más tristes, lánguidos y grises periodos históricos decenios de los años cuarenta al cincuenta, cuando la ciudad luchaba por superar la realidad humana y social en la que se había sumergido tras la contienda civil, fue ámbito urbano que reproducía a la perfección la pintura doliente de muchos de los ciudadanos, que dispersos o arracimados en larga e inútil espera parecían aguardar que otra voz libertaria semejante a las distintas que se alzaron durante el convulsivo siglo XIX les pusiera alerta para emprender nuevas aventuras comunes que les hermanaran con las precedentes.

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