El verano en febrero del Miramar
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Cristóbal Villalobos
Domingo, 13 de agosto 2017, 00:34
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Tomar el té en el patio del Gran Hotel Miramar tiene efectos alucinógenos. Sentado en un sofá, cómodo, pronto sientes que llevas chilaba y esperas que cruce las puertas nazaríes Peter O´Toole, enloquecido, queriendo tomar Damasco. El efecto se pasa cuando se te aparece, en vez de Lawrence de Arabia, el fantasma descamisado y sudoroso de Jesús Gil, abanicándose violentamente bajo la arcada, refrescándose entre juicio y juicio, escoltado por columnas neoplaterescas y arcos de medio punto bajo la enorme claraboya.
Y es que este palacio, recién reabierto, ha pasado de la realeza a verse inundado por expedientes judiciales y polvo burocrático. Bautizado como Hotel Príncipe de Asturias, fue inaugurado en 1924 por Alfonso XIII y su esposa, la reina Victoria Eugenia, con el fin de atraer a la ciudad ese turismo de la aristocracia europea que buscaba inviernos suaves en las costas del norte.
La fachada principal está presidida por una corona dorada (la original la descabalgaron, consecuentemente, al proclamarse la II República), como recuerdo de los felices años veinte, en los que el hotel contaba con un «pabellón real» para atender a la numerosa realeza que llegaba, como la princesa Beatriz, última hija de la reina Victoria de Inglaterra, y madre de Victoria Eugenia, que hacía coincidir a las familias reales de España e Inglaterra en Málaga.
En febrero de 1928, por ejemplo, vino a visitar a la tía Beatriz el futuro Jorge VI, con un acorazado de la Royal Navy como transporte, el ‘Nelson’, coincidiendo aquí con la reina de España y los infantes Jaime, Beatriz y Cristina. Las «reales personas», acompañadas por un numeroso séquito, visitaron los exóticos jardines de La Cónsula y los del Retiro, y acudieron a un amistoso organizado entre el Málaga F.C. y un equipo formado por marinos de la escuadra británica, que vigilaba de cerca los pasos de los príncipes ingleses por si, en esa España inestable, tenían que rescatar algún trasero real.
Tras la guerra, en la que fue convertido en hospital, el renombrado Hotel Miramar acogería a las grandes estrellas americanas que comenzaban a llegar a la España barata y folclórica de los cincuenta. La pelirroja Maureen O´Hara sería una de las primeras en llegar, para grabar en 1954 ‘Fuego sobre África’, mientras que unos años más tarde sería el mismo Ernest Hemingway, ya Premio Nobel, el que paseaba hasta el Miramar tras ir a los toros. Recorría los escasos metros desde la plaza a pie o en coche de caballos, según le dictasen el ego y las piernas, para refugiarse de la canícula en las terrazas del hotel que hoy, tras décadas de penitencia administrativa, vuelve a abrir sus salones al mar.
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