Más calor humano y buen café para sacar a la gente de la calle
Corina, Ramón y Karim son ejemplos de que un techo y atención temprana son claves para dar un futuro a las personas a las que un accidente vital ha dejado a la intemperie
Lo fácil es caer en el paternalismo, la piedad, la pena, o en la generosidad momentánea de un gesto, una moneda, un café. Lo más común es evitarlas, no mirarlas para no verlas y no implicarse. Es una realidad incómoda: hay personas que no tienen casa porque no pueden pagarla pese a tener un trabajo (como un 10% de las sinhogar atendidas por Cáritas) o por haber sufrido tropezones de tal dimensión en su vida que les han llevado a pérdidas materiales y de todos los vínculos sociales. Lo que nadie quiere es verse en los ojos de esa mujer, de ese hombre, que pide. O que ha tirado la toalla y ni siquiera tiende la mano o pone un bote para recoger monedas porque ya no espera nada. Lo duro es pensar que un revés puede llevar a cualquiera a verse en la calle. La coartada está en creer que hay mucha gente que está en la calle porque quiere, porque así está a su aire… sin derechos pero también sin obligaciones. El personal de Cáritas desmonta el argumento: «El problema no es que haya gente que quiera estar en la calle, sino que no hay recursos suficientes para luchar contra el sinhogarismo. Las unidades de calle van trabajando con las personas, las convencen para incorporarse a algún programa, y cuando dan el paso, se encuentran con que no hay plazas», relata Ernesto Juárez, secretario general de Cáritas Diocesana Málaga. Por eso, ese pequeño o gran bache vital se cronifica y el deterioro pasa factura por cuerpo y mente. De las más de 900 personas a las que la organización ha acompañado en el último año en Málaga y Melilla, el 13% lleva más de cinco años en la calle. Y la acción temprana es decisiva, defienden.
«Aquí hay quien viene muy animoso, pero también hay quien está totalmente roto. Así que hay que trabajar con paciencia y mucha tolerancia. Y tenemos que inyectar mucha ilusión», comenta Gustavo Adolfo Zambrana, a cargo de Calor y Café, el recurso de Cáritas que da cena, cama, desayuno y ducha a personas sin hogar, mostrando que los perfiles son múltiples, aunque según su último informe hay algunos más vulnerables, como las mujeres, entre las que el sinhogarismo sube; las personas exreclusas, a quienes les es difícil reinsertarse porque con el subsidio que reciben no pueden pagar el alquiler; los solicitantes de asilo; o las personas extuteladas, que pueden quedarse en la calle traspasada la mayoría de edad.
Los procesos hacia la recuperación de una vida 'normalizada', independiente, suelen ser largos, reconoce Juárez, y han de ser personalizados. Muchas veces se consigue. La red de recursos de Cáritas ayuda a recorrer todo el camino, proporciona esa plataforma a partir de la que reconstruir una vida: a veces vale una cama, una ducha, un desayuno, para llegar adecentado a buscar trabajo, al empleo que ya se tiene o al centro educativo, a lo que suman apoyo humano y asesoramiento. Tres testimonios dan cuenta de ello: Corina está haciendo un curso de técnica socio-sanitaria, Karim (nombre ficticio) trabaja a tiempo completo en una cocina de un local de hostelería del centro y Ramón ya lleva muchas semanas sobrio, ya se está desenganchando de la botella y de la única compañía que tenía hasta el momento: la soledad.
Corina, 50 años
«No nos damos cuenta de cuánta gente hay en la calle y entonces yo era una más»
Corina cumplió 50 años en Calor y Café, el recurso que Cáritas tiene para personas sin hogar en la Trinidad. Ese día se duchó, se vistió y salió a pasear como si fuera una turista, pensando en nada, o casi, porque recuerda diciéndose a sí misma: «Pues hoy cumplo 50 años, a ver mañana qué pasa. La vida son dos días». Uno de sus pensamientos recurrentes es cómo es posible que haya podido sobrevivir en la calle. Eso contesta cuando SUR le pregunta qué sintió la primera noche que tuvo que dormir en la calle: «Es que no es una noche, es otra, otra, otra…». Que para una mujer es más peligroso. «Ese primer día tenía ocho euros en el bolsillo, así que me fui a cenar al Burger King y después crucé a la acera del hotel Only You para dormir, porque ahí hay una cámara y con eso me sentía protegida. Tenía miedo sobre todo a que me robaran la documentación. Así que encima del bolso me ponía el abrigo. Parecía que estaba embarazada. Pero ni la primera ni la segunda ni la tercera noche pegué ojo. Cuando me vencía el cansancio, me iba al Carlos Haya. Y todas las mañanas me aseaba en los baños del Vialia o del Burger King y me cambiaba de ropa. La gente no me creía cuando le decía que dormía en la calle, porque también iba a la lavandería», narra Corina. Ella sabía que tenía que cuidarse, no podía echarse a perder. Mantenía una autoestima que ahora es mayor: «Por fin sé que la persona más importante de mi vida soy yo».
«Todas las mañanas me aseaba en los baños del Vialia o del Burger King y me cambiaba de ropa. La gente no me creía cuando le decía que dormía en la calle, porque también iba a la lavandería»
Con sus palabras se cae en la cuenta de la pelea que hay que librar por mantener el amor propio, del miedo que se pasa en la calle y de la solidaridad que surge: «Tenía suerte porque a mi lado dormía un chico y nos cuidábamos».
Corina se emociona. Entonces sus enormes ojos grises brillan todavía más. Es de Rumanía y se fue de su país en busca de un futuro mejor. Primero, en Italia, donde tenía familia y donde vivió seis años, hasta que necesitó empezar de nuevo y se vino a España, a Barcelona, donde trabajó en un bar, y después a Fuengirola, donde estuvo cuidando niños a cambio de techo. Luego recaló en Málaga capital. Durante una estancia en el hospital (es diabética) conoció a un señor mayor que la empleó para cuidarle. Estuvo varios años atendiéndolo. Pero fue darla de alta en la Seguridad Social y a los dos meses, murió el hombre. No acumuló derechos suficientes para poder percibir el paro. Pudo pagar el alquiler unos meses, pero terminaron desalojándola tras haber vivido precariamente, porque le llegaron a cortar la luz y el agua para que se fuera. Logró que le dieran el ingreso mínimo vital y un alquiler por 450 euros. Pero le subieron la renta: «Con 600 euros que cobro, o como o pago la renta». Dejó la casa: «No nos damos cuenta de cuánta gente hay en la calle y entonces yo era una más».
«Cuando me interesé por el curso, me preguntaron si podía desplazarme hasta Benalmádena. Y yo les contesté que hasta andando iría»
Eso, hasta un día en que no es que estuviera cansada, es que sólo necesitaba «una ducha de verdad». Le hablaron de Puerta Única, la ventanilla en la que están coordinadas todas las organizaciones humanitarias de Málaga. Le abrieron las ídem de instituciones como el comedor de Santo Domingo, San Juan de Dios… se dio la ducha y se sintió «otra persona». Mientras le buscaban ubicación, pasó alguna noche en un hostal. Le dieron plaza en Calor y Café. No necesitó que le pusieran las pilas, ya las llevaba conectadas, bromea: se fue al SEPE y en Asociación Arrabal hace un curso de técnico sociosanitario. Tiene que irse todos los días hasta Benalmádena. Cuando hablamos con ella es tempranísimo. Está ya preparada para irse a clase. Lleva una camiseta blanca impoluta y bien planchada. Y el pelo brillante recogido en una coleta. Ha perdido veinte kilos y se nota más ligera y sana; otro síntoma de que quiere cuidarse, mimarse. «Cuando me interesé por el curso, me preguntaron si podía desplazarme hasta Benalmádena. Y yo les contesté que hasta andando iría», dice.
Busca trabajo para cuidar a personas mayores y a niños. Le aconsejan que lo haga de interna, para poder ahorrar, para irse generando un colchoncito económico. Pero ella ya busca alquiler. Sueña con un trabajo y con independencia. Aunque es consciente de que «para la gente con sueldo bajo tener una casa digna es un lujo».
Karim, 28 años
«He estudiado, tenía que aprovechar la oportunidad, y ahora estoy muy bien en mi trabajo»
Karim, nombre figurado, tiene 28 años y es de Marruecos. Llegó al puerto de Málaga escondido en los bajos de un camión hace seis o siete años. «Venir a España era mi sueño», rememora. Nació en Fez, en el centro de Marruecos, de ahí viajó a Nador y se coló en Melilla. Allí, con unos amigos, descubrió que los jueves se podía intentar pasar a la península en un furgón. Cada semana probaba suerte uno de los chicos, aun a riesgo de que les pillaran los guardias o del fatal accidente que podrían sufrir una vez dentro del vehículo durante el viaje. Pero lo intentaron hasta que tuvieron éxito. El día que él lo consiguió, recuerda, los guardias revisaron la parte alta del camión, pero no abajo, que era donde él estaba, así que no lo descubrieron.
Cuando vio que había llegado al puerto de Málaga, a España, sintió «un poco de miedo y algo de alegría». Son sus palabras textuales, que son paradigmáticas de su carácter, marcado por la discreción y el comedimiento. No es de mucho hablar; no gasta energía más que para decir lo justo, porque la ahorra para la gran determinación que lo caracteriza, que es patente también nada más intercambiar unas frases con él y de la que no presume verbalmente, pero que se demuestra por sus hechos: salir de Fez, entrar en Melilla, meterse en un camión, llegar a España y, una vez aquí, ponerse a estudiar. Pero vayamos por partes.
Karim tenía el sueño de venir a España y lo consiguió escondiéndose en un camión para cruzar el Estrecho
Ya en Málaga hizo lo que le recomendaron los amigos que le precedieron en su travesía: buscar a compatriotas y preguntar por algún albergue. Pero al principio no encontró plaza y estuvo durmiendo al raso cerca del albergue municipal durante casi un mes, tiempo durante el que sintió miedo y también soledad, aunque formaba parte de un grupillo de chavales. No vino a España con pájaros en la cabeza: sabía que en este país podía vivir mejor que en el suyo, pero que los comienzos iban a ser muy duros y difíciles.
Tan pronto como le dieron una cama en el albergue, se puso a estudiar. Primero, español. A continuación, la ESO. Y después, cursos de camarero, para trabajar en la construcción y de mozo de almacén, justo las actividades de las que los empresarios se quejan que no hay personal formado en Málaga y de las que hay mucha demanda. «Tenía que aprovechar la oportunidad», asegura.
Karim también es ejemplo de la perversión que conlleva el sistema migratorio: para lograr el permiso de residencia y, con él, el de trabajo, hay que aportar el empadronamiento y probar la permanencia en territorio español durante al menos los dos años anteriores. Así que durante mucho tiempo lo tuvo complicado para trabajar y las pocas veces que pudo hacerlo, tuvo que estar en la economía sumergida. Pero todos esos meses, esos trimestres, esos años, necesarios para regularizar su situación, él los aprovechó para formarse.
Ahora dice que «hay trabajo» y confiesa que en su empleo, en la cocina de un local en el centro de Málaga, está «muy bien». Por su jornada completa cobra entre 1.300 y 1.400 euros al mes.
«Vivo al día, pero pienso mucho en mi madre, que ahora está un poco mala; me gustaría que se viniera conmigo»
Sus progresos académicos y laborales se han visto acompañados también de una mejora en sus condiciones de vida. De la calle pasó al albergue municipal, de ahí llegó a un piso compartido de inserción dirigido por Cáritas, y a continuación, a una vivienda en la que ya es prácticamente autónomo y paga un alquiler asequible.
Su familia sigue en Marruecos. Su gente no quería que se viniera a España. Ahora, con trabajo y casi viviendo por su cuenta, ¿con qué vida sueña? Con ninguna. Dice que él vive día a día. Quizás es su secreto para que estos seis años en Málaga le hayan cundido tanto. Cada jornada ha ido poniendo una baldosa para al día siguiente poder dar un paso más. Ahora confiesa que piensa mucho en su madre, porque está un poco mala. Le encantaría que se pudiera venir aquí con él. A sus hermanos no tiene esperanza en podérselos traer, porque están ya en Fez instalados y con familia: «Esto» (por su migración) «es para chicos jóvenes que están solos».
Ramón, 61 años
«Siento que se me van deshaciendo las piedras que cargo a la espalda»
Ramón es abierto y dicharachero y dice que ahora está viviendo la mejor época de su vida. Es una paradoja, teniendo en cuenta que pasa las noches en Calor y Café, el recurso de Cáritas. Pero siente que poco a poco se le van «arreglando» las cosas, que poco a poco se le van «deshaciendo las piedras» que carga a su espalda. Para empezar, va cumpliendo con ese reto diario de los alcohólicos: «Aunque sea por estas 24 horas, vamos a estar sin beber». Es el secreto para, así, enlazar sucesiones de esas 24 horas sobrio. Ya son bastantes los días que lleva sin probar una gota: «Las personas que no tienen esta enfermedad pueden tomarse una, dos cervezas, y ya está; pero nosotros si tomamos una cerveza, queremos el camión entero de Cruzcampo». Por eso, siente ahora la paz mental y la tranquilidad que asocia a la sobriedad. Él sabe lo que es una recaída y lo que trae consigo la bebida: la soledad, el sinhogarismo, el desorden y la violencia.
Trabajaba como conserje en Torremolinos, pero tuvo que mudarse a Alicante a cuidar a sus padres. Reveses y desengaños varios le llevaron a una depresión y, a partir de ahí, a recaer en el alcohol. Llevaba 22 años sin beber y quince viviendo allí. Se volvió a Málaga para que le trataran en la asociación que le ayudó con éxito la primera vez a desengancharse de la bebida. Trató de buscar alojamiento con la ayuda de familiares, pero todo está tan caro en la ciudad que al principio no encontraba nada. Estuvo un mes y medio en un hostal, hasta que por fin logró alquilar una habitación por Cristo de la Epidemia, pero lo echaron de allí por su alcoholismo, reconoce, sin rencor. Así que pasó dos meses en la calle, periodo en que vivió algo que también es común y que padecen las personas sin hogar: la violencia. Le robaron y le rompieron la mandíbula. «Pero la soledad profunda y no deseada que sufría era mucho peor que los golpes. He estado solo muchas veces, muchos años, y he estado encantado. La soledad es necesaria para indagar en ti mismo, para conocerte, pero cuando te ves solo en la calle… Aunque yo veo aquí en Calor y Café otras historias que son mucho peores que la mía, que hablan de muchos malestares, de abandono de familias… Así que cómo vas a ser de otra forma cuando la vida es así contigo… No es una excusa, es sólo que la vida es injusta. Aunque también a veces no sabemos enfocar nuestra vida», reflexiona Ramón.
«La soledad profunda que sufría era mucho peor que los golpes. He estado solo muchas veces, muchos años, y he estado encantado. Pero cuando te ves solo en la calle...»
«Yo llevaba seis años con depresión. Sólo quería seguir durmiendo. Pero, después, recaí en el alcohol y ahí lo pierdes todo, amigos y familia, y sobre todo la dignidad», continúa. Ahora reconoce que necesita mucha terapia, no tanto para hablar y contar sus problemas, sino para escuchar testimonios de otras personas en los que quizás verse reflejado. Y dice que va a la iglesia todos los días. Y que lo hace para mostrar que está agradecido: «Mi madre, que iba para monja, me decía que ella no le pedía a Dios, porque con eso perdía energía, que lo que hacía era darle gracias».
Con el mero hecho de estar sin beber ya siente que está reconduciendo su vida. Pero sabe que necesita una paga y trabajar media jornada en cosas que ha hecho toda la vida como ser conserje, cuidar a mayores o ser vigilante de una obra que no sea muy arriesgada, porque se ve un poco debilitado ahora mismo. También está interesado en continuar ayudando a la gente, como hacía en Alicante: repartía café con leche entre las personas sin hogar y era voluntario en el comité antisida, en Cruz Roja… «A estos sitios vas a ayudar, pero en realidad eres ayudado», dice. Esa soledad profunda que ha sufrido no le ha hecho huraño. Al revés, le gusta el contacto social. Y sabe cómo ganarse a la gente.
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