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Familiares de sanitarios: los que esperan tras la batalla

Familiares de sanitarios: los que esperan tras la batalla

Sus hijos, nietos, padres o parejas son los héroes de bata blanca, por los que se sufre en casa. Entre la preocupación y el orgullo... Así lo viven y lo cuentan

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Domingo, 5 de abril 2020, 01:55

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Admiten que conectan con ese símil que habla de la lucha contra el coronavirus como una guerra sin cuartel. En esa primera línea están los sanitarios, reconvertidos en héroes sin capa y con bata blanca; en un batallón que encuentra el descanso cuando llegan a casa y cierran la puerta tras de sí. Que son sanitarios, sí, pero también hijos, padres, parejas, hermanos e incluso nietos...Y detrás de ellos, sus familias. Las que –asumida ya esa comparación– esperan las noticias como quien lo hace con un parte de guerra. Algunos lo hacen desde el propio hogar, cuando respiran porque suena el timbre y comienza el ritual de la desinfección antes que el del abrazo. Otros desde el otro lado del teléfono. Y otros muchos, en fin, asumiendo esa situación antinatural y extraña que representa el haber tenido que renunciar al contacto cotidiano con hijos y esposos porque, por responsabilidad, han impuesto la distancia y ahora viven confinados en casas que no son las suyas.

Los que esperan tras la batalla desde esa segunda línea cuentan sus propios días de confinamiento, pero también los números que confirman que, en España, uno de cada diez contagiados por coronavirus es sanitario. Y que en cualquier momento puede ser el suyo. Médicos, enfermeros, auxiliares, celadores, farmacéuticos, personal de residencias... y así hasta sumar los más de 10.000 profesionales que a la batalla hospitalaria añaden la suya propia.

En este escenario, cada día sin síntomas es una victoria y cada paciente salvado es un motivo extra de orgullo por los suyos. En realidad, en ese difícil equilibrio por mantener la serenidad, ese orgullo pesa casi tanto como la preocupación. A algunos les compensa. A otros no. Pero todos lo asumen. El mejor momento del día está en el sonido de esa llamada, pero también en el de los aplausos que llegan puntuales a las ocho de la tarde. Se dejan las manos desde sus balcones y sus ventanas; y aplauden por todos –claro–, pero sobre todos por ellos mismos. Porque el sacrificio, aquí, no sólo está en la primera línea de fuego. También en la retaguardia. Así lo viven.

Concha Gómez de la Bárcena, su nieta es médico residente en el Regional

«Es duro vivir con mi nieta y no poder darle un beso»

Concha, en su casa con su nieta Belén, que se protege con mascarilla.
Concha, en su casa con su nieta Belén, que se protege con mascarilla.

Concha Gómez de la Bárcena tiene cien años y una lucidez que ya quisieran los de 40 para hacer sus cuentas: cuatro hijos, nueve nietos -un hijo y un nieto fallecidos- y once bisnietos; sus fechas de cumpleaños y aniversarios y todos y cada uno de los momentos buenos (y malos) de esta gran familia que construyó durante décadas con Pepe, su marido. En estos días vienen quizás «más recuerdos» que comparte por teléfono y videollamadas con los que están al otro lado. «Me agobia gastar lo que aún me queda de encontrarme bien y no poder estar con ellos», piensa en alto y a unos metros de Belén, una de sus nietas más pequeñas. Ella es médico y hace el último año de residencia en el Hospital Regional, por eso la distancia entre ellas se ha convertido, en estos días, en una cuestión de supervivencia. En sentido literal. Viven juntas desde hace cuatro años y nunca como hasta ahora había echado tanto de menos ese contacto físico y cálido con ella. Un mes sin darle un beso: «Es quizás lo más duro, pero gracias a Dios sigo teniendo la cabeza en su sitio y es lo que hay que hacer», dice conforme y asumiendo el riesgo que podría representar para ambas ese gesto cotidiano, ya que Belén sigue al pie del cañón (y de contagio) desde el centro de salud de Miraflores de los Ángeles. Ahora, los días se acumulan con disciplina militar: «Almorzamos y cenamos por separado, cada una tiene su espacio, sus utensilios para comer y hasta las sillas y sillones; y cada vez que llega a casa se pasa un buen rato desinfectando ropa, llaves, móvil y todo lo que pueda ser un peligro para las dos». Que los besos y «achuchones» ya llegarán. Para los 101, seguro.

Marco Canzian, su mujer es médico de urgencias en el Regional

«Mi mujer se fue a otra casa para evitar riesgos»

Marco y su hija Sira, con las mascotas de la casa.
Marco y su hija Sira, con las mascotas de la casa.

Ellos lo vieron venir y tomaron medidas antes de tiempo. Primero porque Ana, su mujer, ya había empezado a ver casos «dudosos» de Covid-19 en las urgencias del Regional, donde trabaja como médico; y en segundo lugar porque toda su familia vive en Italia y, ya confinada, «sabíamos que nosotros seríamos los siguientes», explica Marco Canzian mientras atiende a la pequeña Sira, de un año y medio, que juega con las mascotas de la familia ajena al hecho de que lleva más de un mes sin los besos de su madre. «Los primeros días estaba un poco inquieta porque además hubo que destetarla, pero ahora se ha acostumbrado a verla por teléfono», se conforma Marco, a quien sí se le hace duro «ver a mi mujer a un par de metros y no poderla abrazar». Eso ocurre una vez en semana, porque esta pareja tomó la decisión de que ella se marchara a casa de su madre, en Vélez, «para evitar riesgos y contagios». «Y su madre se mudó a la vez con su tía (...). Así estamos», relata este fotógrafo argentino esperando ese momento en que Ana se acerque a casa para dejarles la compra en la puerta de la casa y verse, sin tocarse, a dos metros. «A Sira no la ve, se derrumbaría». A cambio, intentan mantener el calor de hogar a través de la fría pantalla del móvil o de la videoconferencia que llega a la hora de la comida o del baño de la pequeña. Es el momento de los 'ten cuidado' y los 'protégete', porque Marco admite que está «preocupado por lo que pueda pasar, porque hay compañeros suyos que están infectados». Aún así, el compromiso de los dos con esta situación es máximo: «Es ahí donde tiene que estar».

María del Pilar Plaza, sus tres hijos son médicos y dos de ellos tienen coronavirus

«Quiero que esto pase y dejar de llorar por mis hijos»

María del Pilar, en una imagen de archivo. «Ahora no tengo ganas de foto», dice
María del Pilar, en una imagen de archivo. «Ahora no tengo ganas de foto», dice

A Pilar casi no hace falta ni plantearle la pregunta para que arranque el llanto: «Estoy muy preocupada, indefensa... Qué mal me siento. Ni duermo ni tengo ganas de nada», admite desde el otro lado y esperando otra llamada que le confirme, a modo de tregua, que hoy su hijo Santi «se encuentra un poco mejor». Él, Santiago Ramírez, es uno de sus hijos mayores, médico de Urgencias en el Regional y ahora en casa luchando contra el coronavirus. Y no es el único: Óscar, médico de atención primaria e Cómpeta, cayó unos días antes, aunque «parece que ya lo ha superado». El tercero, César, es cirujano y por ahora «está a salvo». «Me paso todo el día rezando, ya no sé a qué santo acudir... Quiero que todo esto pase para dejar de llorar por ellos», solloza Pilar, a quien nunca le había pesado tanto «la sensación de impotencia y soledad». Y más ahora cuando, recuerda, «ya habíamos empezado a respirar un poco tras la muerte de mi marido, hace tres años (...). Nunca pensé que nos vendría esto otro». Que tendría que (re)convertirse en una especie de madre coraje en la distancia por culpa del coronavirus.

Pero ya lo había sido antes. La conversación con ella invita recuperar la historia de una familia que lo ha dado «todo» para que sus cuatro hijos –Pilar es la pequeña– estén donde están. A pesar de que ahora sea duro. «Mi marido Santiago y yo les inculcamos el valor el esfuerzo y del trabajo. Y ha servido... ¡Vaya que si ha servido!», se consuela manteniendo un equilibrio sanador entre la preocupación por ellos y, a la vez, el «enorme orgullo» de que estén ahí, en la primera línea. Mientras, ella espera en la retaguardia para cumplir con una de esas últimas promesas de sus oraciones: «Ir con mis hijos a ver a la Virgen del Pilar».

Carlos y Laura Rueda, su madre es farmacéutica en el hospital Clínico

«Aplaudimos por todos; también por mi madre»

La familia Rueda Mora, antes de salir a aplaudir a las ocho
La familia Rueda Mora, antes de salir a aplaudir a las ocho

Carlos tiene 15 años y Laura 11, y en estos días se organizan en casa con su padre, Carlos, para que cuando llegue su madre de trabajar «pueda descansar y desconectar un poco». Porque ella, Charo Mora, es farmacéutica en el Hospital Clínico y además paciente de riesgo por sus antecedentes de asma y neumonía: «Si mi madre que no está tan expuesta al trabajo de primera línea está tan agotada, no quiero ni imaginar lo que están sufriendo los médicos», se plantea Carlos, que cada tarde se suma a ese reconocimiento imprescindible desde el balcón de casa con la familia al completo: «Aplaudimos por todos; pero también y sobre todo por ella», añade Laura, consciente de que a pesar de echarla «mucho de menos cuando no está, su trabajo es ayudar a los demás». A cambio, intentan mantener la calma con la información que les da su propia madre desde esa experiencia en trinchera: «Intentamos no ver mucho los telediarios, y les explico que hay mucha más gente contagiada y con síntomas que supera la enfermedad que pacientes en la UCI», interviene Charo, que trata de alejar sus propios miedos porque también es consciente de que «esto es una lotería». Y en esa mala suerte, ya tiene a cinco compañeros contagiados.

Antonio García, su mujer es enfermera en el centro de salud de la Victoria

«¿Que si estoy asustado? Un poco, para qué mentir»

Marta y Antonio, con la pequeña Marta, en
Marta y Antonio, con la pequeña Marta, en

En la casa de los García Escolano, las últimas semanas han impuesto una rutina diferente cuando llega Marta de trabajar. Nada de besos ni 'qué tal el día': lo primero es abrir la puerta del garaje, en la distancia, y empezar con el ritual de la desinfección. Fuera zapatos, fuera uniforme y directa a la ducha de la planta de abajo. Luego se pone la lavadora con su ropa aparte y se limpia con lejía; y entonces, sí, empiezan las costumbres cotidianas de esta familia de cuatro. «Todas las precauciones son pocas», reconoce Antonio García cuando se refiere al trabajo de su mujer, enfermera en el centro de salud de La Victoria y expuesta también a un riesgo elevado, «sobre todo cuando va a ver pacientes a sus casas porque algunos están infectados». Marta interviene: «Ya si puedo hago las curas incluso en las puertas de las casas por seguridad, para ellos y para mí». Pero a pesar de todo existe una preocupación que no se va ni con lejía: «¿Que si estoy asustado? Pues un poco, para qué mentir (...). Y además soy hipocondríaco. Imagina», admite Antonio.

Santiago López Subires, su madre es auxiliar de enfermería en el Hospital Clínico

«Veo a mi madre y me dan ganas de ayudar»

Santi López, estudiando.
Santi López, estudiando.

Tiene 23 años, estudia sexto de Medicina, y está «deseando» dar un paso adelante para ayudar en caso de que sea necesario. A Santi López Subires le pesa la vocación, pero también el ejemplo de su madre, Verónica, auxiliar de enfermería en la planta de onco-hematología del Clínico. «La veo y me dan ganas de ayudar», reconoce mientras llega ese momento de vestir bata blanca como oncólogo o endocrino, las dos especialidades que más le gustan. Habla como sanitario, pero también como hijo, al dar el diagnóstico de la situación que ve en casa: «Las primeras semanas estuvo muy angustiada, sobre todo cuando tuvo que aislarse con mi hermano pequeño porque creía que estaban contagiados. Por fortuna, no fue coronavirus».

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