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QUERENCIAS

QUERENCIAS

Llegada la ancianidad no puedo por menos que evocar el lugar en el que nací y me crié hasta que ya bien avanzada la edad adulta me trasladé a Málaga. Ahora, no tengo por menos que entretener mis ratos de ocio entreviendo los momentos vividos en mi Serranía natal

JOSÉ BECERRA

Lunes, 8 de enero 2018, 01:00

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Inmerso en el fárrago 'in crescendo' de la ciudad -la Málaga tumultuosa y variopinta a tenor de su heterogénea población-, echo de menos con frecuencia la vida descansada de mi pueblo, allá donde la Serranía de Ronda afirma su brava fisonomía montaraz y no pocas veces mítica, majestuosa y siempre sorprendente. A los versos de Vicente Aleixandre ('Málaga, ciudad del Paraíso') «siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos...», que no tengo por menos que aplaudir, antepongo por mis querencias que vienen de mis ancestros los de Fray Luis de León ('Vida retirada') «¡qué descansada vida, la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda, por donde han ido, los pocos sabios que en el mundo han sido!».

Llegada la ancianidad, no puedo por menos que evocar el lugar en el que nací y me crié hasta que ya bien avanzada la edad adulta me trasladé a Málaga después de un largo periplo por otras ciudades. Ahora, aquí afincado, no tengo por menos que entretener mis ratos de ocio, que son los más, entreviendo como en un pertinaz ensueño los momentos vividos en mi Serranía natal, y en concreto el Benaoján en el que vi transcurrir mi juventud.

Añoro la quietud de sus noches -en los veranos siempre cálidos la vecindad arrellenada en los escalones de las viviendas, «al fresco»-, los paseos interminables por sus alrededores. Aquí, la carreterilla que conduce hasta la Cueva de la Pileta, baluarte de los primeros homínidos que aquí se instalaron y que nos dejaron muestras de su arte incipiente. Loor a aquel 'homo sapiens' que supo dejarnos su incipiente arte para asombro de la posteridad. Allí, el 'Caminito del río' entre afiladas peñas y olivares cenicientos, que conduce hasta el Guadiaro, otrora limpio y bravucón y en el que seguíamos divertidos los culebreos de enormes barbos y huidizas anguilas, especies todas hoy desaparecidas como por ensalmo. En sus aguas límpidas los ardores de la edad joven en veranos prodigiosos. Allá, la Dehesilla ubérrima, emporio de la higuera exuberante y las copiosas cepas, que originaban un vinillo mosto de crianza ambarino y dulzón. Acullá los membrilleros y el dorado fruto que devorábamos subrepticiamente pero con fruición.

¡Tantos son los lugares que evoco en este discurrir de mi vida en un lugar antagónico como lo es la ciudad populosa respecto al pueblecito de mi niñez! ¿Qué decir del Puerto de Ronda, poblado de almendros y que viste sus mejores galas cuando ya se barrunta cercana la primavera el cual se asoma valentón sobre la carretera que conduce hasta Ronda, nebuloso en la lejanía? El Tajo del Zuque, imponente, avisa de la proximidad del pueblo y con su homólogo El Castillejo, con resonancias morunas ancestrales, se muestran como centinelas de piedra enfrentados a quienes por aquí se dejan caer.

'El Caminito del río', además de desembocar en el conglomerado de casas de la estación férrea, conduce a un espeso encinar que resta aridez a un terruño de por sí áspero pero que las sombras de la arboleda transforman invitando al descanso y la distracción.

Coronan el caserío el rocoso otero de 'Cruces Blancas', unas enigmáticas aspas que desde tiempo inmemorial son su santo y seña. Nadie sabe a ciencia cierta quién pinta sus blancos trazos, pero allí, en todo lo alto del cerro, lucen desde siglos atrás, visibles desde la misma plaza del pueblo, allí donde se levanta la iglesia del Rosario y su albo campanario.

Las calles del lugar, como todas las de los pueblos de la Serranía, son estrechas y serpenteantes y suben y bajan, según se miren; nada que ver con las que ocupan el espacio donde el poblado se amplía con aires de modernidad en lo que antes, pocos años atrás, eran sus afueras. Hoy se levantan aquí casas adosadas, chalets, fábricas chacineras de abolengo y locales de fiestas... Mimetismos fútiles de gran ciudad. Nada queda de las antiguas reliquias del pasado, como por ejemplo el viejo Pozo de San Marcos, que era uno de los distintivos más genuinos del pueblo. Desaparecieron los campos de trigo (hazas o porción de tierra labrantía) y las eras en donde las yeguadas trituraban las parvas y las mieses se amontonaban relucientes al sol cálido del estío, escenas cuya contemplación era un gozo.

Después de muchos años de ausencia vuelvo a mi lugar de origen y de mis querencias. Todavía existen reminiscencias de su pasado y con ellas me congratulo en mis paseos por los lugares que permanecen inalterables y jamás tocados por la mano del hombre; son lo que propició la Naturaleza quizás por designios del Sumo Hacedor, quién sabe. En mis paseos columbro en la lejanía el Monte de las Viñas, que habla de ancestrales labores del campesino local. Más lejos aún, sumido en la neblina oteo el Conio, también llamado Picacho del Rayo, imponente farallón inmarcesible que sirve de lejano telón de fondo al caserío y que desafía al cielo con sus crestas y amilana a la vecindad con las tormentas que en él se originan.

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