Yo quiero ser poeta.
—Eso da igual. Lo importante es ser poeta.
Estaba eufórico, recordando la Málaga de los 80. Mencionaba mucho el año 81, el año en que yo nací. Me imagino siendo un bebé en uno de esos antros donde asomaban las pistolas noche sí, noche también. Nací en una Málaga de western, y Paco me la estaba contando.
Hablaba también de los parches de fentanilo que tenía que ponerse cada día para soportar el dolor. Paco era ese tipo de persona que, llegado el momento de no poder levantarse solo ni para ir al baño, no perdía el entusiasmo ni las ganas de vivir. Seguía leyendo, escribiendo, viendo películas y recibiendo a gente a diario. Saltándose las normas hasta el final. Sin miedo y con aceptación.
Conocí a Paco Cumpián hace unos quince años. Me parecen pocos. Pero fueron importantes. Me siento muy afortunada de haber compartido con él el último tramo de su vida, de haber sido su aprendiz en tantas cosas.
Paco tenía una mujer, Maribel; una hija, Bárbara; muchos hermanos e innumerables amigos. Entre esos amigos ahora me encuentro yo. Nuestra relación empezó muy torpemente: yo le pedí recitar en uno de sus recitales o él me preguntó que si escribía, ya no lo recuerdo bien. Me veía asidua entre el público de los martes poesía. El día que iba a leer y fue a presentarme, me preguntó desde el escenario cómo me llamaba. Ahí supe que tendría que ganármelo poco a poco.
Presentó mi primer poemario y hablaba con muchísima soltura de todas las generaciones de poetas de Málaga hasta la mía. Las conocía bien. Era su materia, la poesía. Había hecho un pacto con la naturaleza para poder vivir de esto, y le fue concedido. Nos dejó una herencia en vida: Irreconciliables, el festival de poesía de la ciudad de Málaga. Nos dejó toda su poesía.
Nos enseñó a gestionar para que nuestro festival fuera eso: nuestro, de los poetas. Nos enseñó a vivir con muy poco. Nos enseñó a escuchar y a leer poesía. Nos enseñó a ser elegantes, también con muy poco. A saber sentarnos en la barra de un bar. En definitiva, lo justo y necesario para moverse por el mundo.
Todo lo hizo sin proponérselo, porque jamás daba lecciones de nada. Tan solo había que mirarlo y tomar nota sigilosamente. Interiorizar una filosofía de vida como preferida.
Lo último que nos ha enseñado Paco es a morir.
Ayer, sin saber nada, tuve un deseo fuerte de visitar un cementerio bonito. Me detuve en el de Casabermeja, de camino a Málaga. Nada más bajar del coche, me siguió un gato rubio, extremadamente delgado. Vino a saludarme. No soy muy de gatos, pero este me seguía con empeño, me maullaba, me pedía cariño. Le puse un nombre: Ataúd. Y me despedí.
Ahora pienso que fue premonitorio. Porque el miércoles hablamos y yo había quedado en ir a verle el sábado. Ese gato famélico me estaba diciendo algo. Era esto.
Están los padres de verdad, los de la genética y están los padres que se eligen. A Paco lo hemos elegido toda una generación.
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