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EL PELELE

Línea de fuga ·

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Domingo, 12 de mayo 2019, 00:00

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Vendía sus dibujos en el Rastro y con ese dinero se iba pagando las clases particulares con el pintor Amadeo Roca. Tendría 16, 17, quizá 18 años, no lo recuerda. Luego entró en la Escuela de Bellas Artes, siguió con Roca, y antes de completar sus estudios, fichó por la Galería Juana Mordó, que en el deporte que él practicaba, el de la figuración, era lo más parecido a entrar en la Liga de Campeones, jugando para el mismo equipo que Antonio López y Juan Genovés. Los miraba con un ojo y con el otro admiraba a Rembrandt, Morandi, Goya. Con un grabado de homenaje a este último ganó una medalla en un concurso nacional; es decir, 20.000 pesetas de 1970. Y se las gastó en un tórculo para poder estampar sin necesidad de encaramarse a la buhardilla del Círculo de Bellas Artes.

Daniel Quintero recuerda aquellos años delante de algunos de los grabados que medio siglo después cuelgan de las paredes del Museo del Patrimonio, que ha convertido un recorte de su planta baja en algo parecido a una sala de exposiciones. Y quién sabe, quizá lo mejor que le haya podido suceder al museo municipal haya sido quedarse sin las salas de La Coracha, que pasarán al CAC Málaga cuando sea que se revuelva el concurso para la gestión del centro de arte. Porque La Coracha es nuestra Puerta de Tannhäuser y tras ella hemos visto, como aquel replicante de 'Blade Runner', cosas que no creerías, empezando por la propia demolición de aquellas casitas hermosas y decadentes que pudieron ser nuestra Alfama y que la molicie intelectual de una época convirtió en algo así como un cuarto de baño alicatado hasta el techo en la falda de Gibralfaro y a un paso de la buena sombra de los Jardines de Puerta Oscura.

El Museo del Patrimonio pierde La Coracha y quizá gane una identidad, un rumbo cierto que se le ha escurrido entre el deseo de quedar bien con ciertos compromisos y la ausencia de un criterio claro capaz de conceder una personalidad propia a la institución. Ahora el Museo del Patrimonio se queda con lo justo y puede que sea justo lo que necesita: una sala pequeñita y algo puñetera, pero manejable. La medida de lo que el Museo del Patrimonio puede dar de sí, que no es poco, puede venir dada por sus dos últimas temporales, dedicadas a Emilia Rebollo y Daniel Quintero. Desde perspectivas diferentes, ambas plantean la reivindicación de autores de la tierra poco o nada conocidos para el público actual. Y ahí tiene el museo una baza que jugar, sobre todo si mantiene la proa en la exquisitez modesta y efectiva que brindan los montajes de Alfonso Serrano y los catálogos de Antonio Herráiz.

Y así, en la ciudad donde muchas instituciones culturales buscan epatar a cada rato, a menudo con más fanfarria que discurso, el Museo del Patrimonio puede encontrar su lugar, y su público incluso, en este tipo de proyectos dedicados a recuperar la obra de creadores de la tierra, fragmentos de nuestra historia artística menos trillados. Con Emilia Rebollo el museo encontró a una mujer fascinante, emancipada, recia de carácter y delicada en las formas de decorar muebles que le llevó desde la Málaga del siglo XIX hasta las Exposiciones Universales de Chicago y París; de su taller de tapicería en El Perchel a Bruselas, Jerusalén, El Cairo y Suez. En la recuperación de la figura de Emilia Rebollo juega un papel fundamental la investigadora Matilde Torres, cuyo trabajo académico sobre artistas malagueñas y andaluzas olvidadas da para un programa expositivo propio.

Ahora el museo del Paseo de Reding emprende otra recuperación gregaria con Daniel Quintero, regresado a su ciudad desde hace poco más de una década de la mano de José Manuel Cabra de Luna y aquella exposición en el Palacio Episcopal. A esa pica le siguió años después otra muestra en el Rectorado de la Universidad sobre la faceta en la que Quintero hizo fortuna: su labor como retratista, con un catálogo capaz de ir de Manuela Carmena al rey emérito, pasando por la corte socialista y ese cuadro ya convertido en icono de Pedro Almodóvar vestido de torero con peineta en el pelo y puro habano en ristre.

Eran los años 80, en technicolor también en la pintura de Quintero. Lo que muestra el Museo del Patrimonio es bien distinto. Sus grabados iniciales, artesanales y tostados, como esa serie, 'El pelele', de mediados de los 70. Quintero no encontraba un modelo capaz de soportar los rigores de sus extenuantes sesiones de trabajo, así que se fabricó un muñeco para que hiciera de doble. Lo montaba en su Seat 600 y se lo llevaba a las sesiones con sus retratados. También lo usó para esta serie de grabados inquietantes, hermosos y tristes. Y un mal día, se lo dejó olvidado en un hotel. Menudo susto debieron llevarse.

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