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Domingo, 28 de enero 2018, 01:12
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«Creo que se te olvida un pequeño detalle: soy judío, ¿recuerdas?». Tres amigos. Un piso en el centro de la capital alemana durante la escalada de Hitler y su maquinaria belicista. Por aquel entonces el Nacional Socialismo era una idea más en un país sin políticos que le hicieran frente, pero para los protagonistas de 'Shakespeare en Berlín', el nazismo fue un reto; un desafío a la amistad de Leo (un actor judío), Martin (un fotógrafo apasionado) y Elsa (una cineasta centrada en su familia). Chema Cardeña escribe, dirige e interpreta una obra en la que los valores son también víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Gracias a un notable esfuerzo actoral, el Holocausto y las rencillas del pasado conviven entre cuatro paredes.
El Teatro Echegaray acogió ayer este proyecto colgando el cartel de 'no hay entradas'. El planteamiento es sencillo y así se recoge en la escenografía, minimalista pero poderosa. Un sofá tipo chester, un biombo y un ventanal en el que se proyecta una calle del centro de Berlín en los diferentes momentos por los que discurre la historia. Se trata del piso de Elsa y Martín, (Iría Márquez y Juan Carlos Garés) una pareja de recién casados que mantiene una intensa amistad desde la infancia con Leo (encarnado por el polifacético Cardeña). Leo es un jovial actor de teatro, obsesionado con Shakespeare, sin tapujos a la hora de exhibir su homosexualidad y que vive su condición de judío sin endogamia ni sentimiento de pertenencia.
Los actos se suceden con las visitas del amigo de la pareja al piso, que gracias al movimiento de los actores es una parte fundamental de la obra. La química entre los actores es intensa y convence al espectador: realmente parecen amigos de la infancia viviendo su madurez, aunque las cosas comienzan a truncarse con la escalada de violencia que sacude la ciudad. Primero los incendios, luego la Noche de los Cristales Rotos. El guión serpentea con sobresaliente inteligencia entre esos episodios conocidos por todos, pero vividos a través de la cotidianidad de una vida tranquila, ajena a la política. La forma de afrontar la realidad de cada personaje les sitúa frente a una serie de conflictos que se resuelve en un final que anoche puso en pie a los asistentes, rendidos al giro argumental y al derroche de talento sobre las tablas.
«No somos un pueblo de ignorantes, somos tierra de pensadores». La obra está plagada de lecciones y reflexiones gracias a la revisión de la Segunda Guerra Mundial, tan procesada en el cine y el teatro, desde una perspectiva intimista. Gracias a Cardeña, no hay buenos ni malos, víctimas ni verdugos; tan solo una amistad que se enfrenta a los escombros y al miedo a decir la verdad.
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