La inmortalidad pasea por la calle
Vivió la verdadera felicidad del contacto, la mirada y la palabra, que es lo que nos hace humanos. Lo que justifica nuestro paso por la Tierra
Decía Manuel Alcántara que la inmortalidad tiene que darse en vida, porque lo que sucede tras la muerte ya no afecta al polvo en que ... todos hemos de convertirnos. El poeta lo había escrito en uno de sus versos: «Un día seremos solo historia». Era casi el lamento de alguien que, poesía a un lado, contó la Historia, así con mayúscula, cada día en sus textos. O que hizo Historia, porque más de 20.000 columnas es un récord que está solo al alcance de un superdotado como él.
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El poeta columnista vivió su propia inmortalidad. Y no solo porque recibiera muchos honores, algo que además llevaba con la elegancia propia de quien sabe poner distancia en todo; de quien es consciente de que un verso hermoso salva una vida y un premio si no se relativiza no es más que un alimento alto en calorías con el que engordar el ego. También la obtuvo, la inmortalidad, en el reconocimiento del público, ese juez supremo con gran olfato para distinguir lo auténtico de la impostura.
Aporto la prueba irrefutable de lo que acabo de escribir. En noviembre de 2008, recibió en Bilbao un homenaje en el transcurso de unas jornadas periodísticas que dirigía José Luis Peñalva, quien luego habría de publicar en forma de libro una larga conversación con él. El acto estaba organizado en el enorme auditorio del palacio Euskalduna que, para asombro de muchos, se llenó. Gente de toda edad y condición estaba allí para escuchar con embeleso las palabras del maestro y aclamarlo como haría con una estrella del rock.
Aún más. En los paseos que dio por la ciudad en los días de su visita, era parado por la calle, saludado, abrazado, fotografiado y felicitado por personas que lo reconocían y lo leían a diario. Mujeres y hombres, jóvenes y viejos que le comentaban su última columna o le recordaban algo que había escrito años atrás. Y lo mismo sucedía con los camareros de los cafés donde mantuvo tertulias que amenazaban con no terminar nunca o los de los restaurantes donde asentaba su ya entonces escueta figura para degustar las delicias de la gastronomía local.
Esa es la inmortalidad en vida. En los tiempos donde muchos se enorgullecen de recibir 'likes' de gente que pasaría a su lado o compartiría ascensor sin cruzar con ellos una sola palabra, Alcántara vivió la verdadera felicidad del contacto, la mirada y la palabra, que es lo que nos hace humanos. Lo que justifica nuestro paso por la Tierra.
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Era el premio a su sabiduría y su pasión por la escritura. En una larga entrevista que me concedió en junio de 2012, sentado en la terraza de su casa de Rincón de la Victoria, mirando ese mar de Cavafis, Petrarca y Cervantes, decía que lo único que no le daba pereza a esa altura de su vida era escribir. Esa pasión irrefrenable por la palabra fue lo que dio a sus lectores, nos dio, tantos momentos de satisfacción. Y tuvimos oportunidad de agradecérselo. ¿Acaso se puede aspirar a más?
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