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Cuentos, jaques y leyendas: Gambito de rey, la historia que nunca debió suceder
Cuentos, jaques y leyendas

Gambito de rey, la historia que nunca debió suceder

La vida del judío Rudolf Spielmann, el último romántico, es una de las grandes tragedias del ajedrez

MANUEL AZUAGA

Sábado, 16 de octubre 2021

A finales del siglo XIX Viena era, junto a París, la catedral del ajedrez europeo. En 1868, el emperador Francisco José firmó la Ley Interconfesional, mediante la cual se les otorgaba a los ciudadanos plena libertad religiosa desde los 14 años. Este contexto de convivencia contribuyó a que la comunidad judía se instalara en la capital austrohúngara como la casilla central desde donde construir sus planes de futuro. El germanista Jacques Le Rider, en su maravilloso ensayo 'Los judíos vieneses de la Belle Époque', habla de una época irrepetible en lo cultural y coloca en ese ambiente el nacimiento de la modernidad. Moritz Spielmann y su mujer Cäcilie llegaron a Viena procedentes de Míkulov, población checa a menos de un día de camino. Moritz era un hombre culto, periodista de profesión. Cäcilie mostraba interés en el arte y la bohemia. Ambos tuvieron seis hijos: Leopold, Rudolf, Melanie, Jennny, Edgar y la pequeña Irma. Cada uno de ellos nació en una casa distinta, avatares de la vida. Moritz y Cäcilie no podían imaginar que el segundo de sus vástagos, Rudolf Spielmann, se convertiría en uno de los jugadores más legendarios de la historia de ajedrez. Sus partidas de estilo romántico, con continuos sacrificios, siguen siendo una fuente obligada de consulta para el buen aficionado. Sin embargo, la de Rudolf es también la historia más triste jamás contada, la tragedia de un judío devorado por el nazismo, por el velo del paladar de una bestia despiadada.

Moritz Spielmann frecuentaba los cafés de la ciudad, lugares de reunión donde los intelectuales conversaban alrededor de un tablero de ajedrez. Él fue quien enseñó a sus dos hijos mayores los principios básicos del juego y cuentan que ambos, Leopold y Rudolf, enseguida lograron un nivel muy por encima de lo común. A pesar de su enorme talento para el ajedrez, Leopold destacó más aún por sus dotes musicales, lo que le llevó a cambiar las negras y blancas de los trebejos por las siete octavas del teclado. Era tal su prodigio en el piano que el respetado músico Antón Rubinstein llevó a Leopold a los salones del palacio real para que el chico, con solo nueve años, tocase ante la archiduquesa María Valeria de Austria, la hija del emperador. Mientras su hermano recibía la ovación palatina, Rudolf Spielmann seguía embelesado, en silencio, y descubría sorprendentes combinaciones de ataque sobre el tablero.

Los jugadores más experimentados de la ciudad iban cayendo, uno tras otro, ante el embrujo del hijo de Moritz, el pequeño judío, a quien le gustaba entregar piezas a sus rivales para adornar sus victorias con jugadas tan temerarias como letales. En 1903, ya con 20 años, Spielmann se mudó a Múnich con la idea de trabajar como comercial en una agencia de seguros, pero aquello duró lo que duró, un suspiro. Dejó el trabajo y, en pocos años, el joven Rudolf se convirtió en un excelente jugador de torneos, lo que le permitió, de paso, conocer hermosos lugares de Europa: Scheveningen, Budapest, Berlín…

Empezar con gambito de rey

En 1912, Spielmann venció el torneo de Abbazia (hoy Opatija, en Croacia), donde el organizador, Georg Marco, impuso el cumplimiento de una regla muy interesante: todos los participantes debían comenzar las partidas con un gambito de rey aceptado. Síganme que lo explico. El peón de rey avanza dos casillas en ambos lados del tablero (1.e4, e5). En su segundo movimiento, el blanco avanza dos pasos el peón de la columna f. Con ello, queda planteado el gambito de rey. Ahora, las negras pueden rehusar el gambito y no capturar este peón blanco, pero en Abbazia era norma aceptarlo (2. f4, exf4). A partir de ahí, libertad para la lucha. El gambito de rey gozó de la más respetada gloria entre los ajedrecistas del siglo XVIII y XIX, al punto que rechazar el peón ofrecido por las blancas era considerado un acto de ofensa y cobardía. Tras el torneo de Abbazia, el maestro polaco Tartakower bautizó a Rudolf Spielmann como «el último caballero del gambito de rey».

Todo iba sobre ruedas hasta que, en el verano de 1914, estalló la Primera Guerra Mundial. Spielmann estaba disputando un torneo en Mannheim (Alemania) cuando los alemanes declararon la guerra a los rusos, lo que provocó que la competición se suspendiera. Rudolf se alistó entonces en el Ejército Imperial y Real austrohúngaro y, en el frente de batalla, mató el tiempo escribiendo cartas. Tengo delante de mí la transcripción de una que dice: «Dispongo de mucho tiempo libre que me gustaría dedicar al estudio del ajedrez. […] Por tanto, le agradecería que me enviase el último número de 'Wiener Schachzeitung' [Boletín de ajedrez de Viena]». No sabemos el destinatario. En otra misiva que envió a su padre, Rudolf cuenta que juega al ajedrez, su «alimento espiritual», con algunos oficiales y que lo hace con frecuencia con un cadete de su división y «un médico de Bregenz». Su despedida es tan bucólica como desgarradora: «No estamos asentados en ninguna aldea, pero hemos construido algunos cuarteles en la naturaleza libre de Dios y llevamos una vida plena a lo Robinson. El cartero, que pasa a diario, constituye el único vínculo con el mundo exterior».

Tras la guerra, Spielmann vivió en Múnich, donde sus hermanas Irma y Jenny habían fijado residencia. Con Jenny siempre mantuvo una relación especial. En 1927, Rudolf jugó en Nueva York contra los mejores ajedrecistas del momento y, antes de su regreso, escribió a su hermana: «¡Querida Jenny! El torneo ha terminado. Por desgracia, sólo he logrado un resultado mediocre para mí, aunque no es del todo desfavorable si tenemos en cuenta la fuerza de juego. El 2 de abril me embarcaré en el transatlántico 'France' con destino a Havre. Alekhine y Vidmar utilizarán el mismo vapor. […] Mi llegada a Viena no se espera hasta después del 15 de abril. Un saludo para ti y para Franz, de tu Rudi». Debemos anotar que Spielmann acabó penúltimo en Nueva York, pero logró hacer tablas con Alekhine y Capablanca, por entonces campeón del mundo.

Ahora que hablamos de Alekhine, déjenme que les cuente un capítulo central de este relato. En 1932, Spielmann escribió para la revista 'Wiener Schachzeitung' el artículo «Yo acuso». El título es un guiño de Spielmann al escritor francés Emile Zola, quien en 1898 publicó 'J'Accuse', un alegato en defensa del militar judío Alfred Dreyfus, injustamente procesado por colaborar con los alemanes. Spielmann, tan valiente como cuando planteaba sacrificios en el tablero, no se muerde la lengua: «Querido campeón del mundo Dr. Alekhine. Probablemente se asombrará de mi impertinencia». Renglón seguido, Rudolf se queja de las prácticas discriminatorias de Alekhine, pues el campeón exigía honorarios extras a los organizadores de torneos si estos invitaban a jugadores judíos (Nimzóvich, Lasker o el propio Spielmann) o a rivales a los que quería evitar, como Capablanca. La acusación de Spielmann está redactada con un tacto exquisito: «Como aficionado al ajedrez, sólo tengo respeto y admiración por su brillante juego, por eso mi queja no es contra el campeón mundial Dr. Alekhine, sino contra mi colega el Dr. Alekhine», matiza. Pero también es capaz de soltar un proverbio cargado del más poético de los reproches: «La riqueza es un cuchillo delicioso, pero debe usarse para cortar el pan, no para herir».

La llegada de Hitler

Por desgracia, las verdaderas heridas se abrieron de golpe con la llegada al poder del Partido Nacional Socialista de Hitler. Como tantos miles de judíos, Rudolf no escatimó en esfuerzos para escapar de la barbarie. En 1938, desde una cochambrosa pensión de Praga, Spielmann, con 56 años, escribió al mecenas y ajedrecista sueco Ludvig Collijn, viejo amigo. Era su única jugada para salir con vida de aquella macabra celada. La carta es dura, amarga y dolorosa. Les copio y pego algunos fragmentos: «Espero que se encuentre bien de salud y que haya conservado el suficiente interés en mí para recibir un breve informe sobre mi situación. Es más que triste. No sólo me han expulsado de Austria, mi querida patria, para siempre. También me han privado de mi libertad para viajar. Nadie me dejará viajar con mi pasaporte austriaco, pues ya no tiene valor. ¿No sería posible que me cuidara de la misma manera que lo hizo en 1919 y me encontrara alguna actividad relacionada con el ajedrez en Estocolmo o en algún otro lugar de Suecia? No se trataría de una residencia permanente. Sólo quiero utilizar Suecia como país de transición y así, más adelante, emigrar a Inglaterra o América. Le ruego que no me abandone. Ayúdeme a tener una existencia digna. Estaré de acuerdo con las condiciones más modestas».

Spielmann huyó a Suecia en enero de 1939. Sin embargo, algunos de sus familiares fueron víctimas de la Shoá, lo que en hebreo significa «la catástrofe», el Holocausto. Su hermana Irma fue ejecutada en un campo de concentración. Jenny logró escapar, pero se suicidó muchos años más tarde en Múnich. Leopold, el prodigioso pianista que tocó para la hija del emperador, fue arrestado por las Schutzstaffel (SS) y murió en Theresienstadt, otro campo de concentración, en la región de Bohemia. El cantautor Silvio Rodríguez compuso el tema 'Terezín' (2006) en homenaje a los judíos que fallecieron en este infausto lugar. La letra dice: «Una pesadilla blanca / de chimeneas quemando sangre / para hijos de Judea / con rara estrella y rostro de hambre».

Con rostro de hambre, sin un centavo, deambuló Spielmann por Estocolmo durante su estancia en la capital sueca. Al poco de llegar, Ludvig Collijn, su protector, murió de un infarto. Rudolf sobrevivió como pudo, al amparo del gran maestro Erik Lundin y su familia. Vivía en una habitación de la calle Drottninggatan (en español, «calle de la reina»). Su objetivo seguía siendo el mismo: salir de Suecia y buscar refugio en Inglaterra o en Estados Unidos. Para sufragar los gastos del viaje, Spielmann jugó torneos, simultáneas, escribió artículos y, sobre todo, dedicó toda su energía a escribir la obra de su vida, 'Memorias de un maestro de ajedrez'. Sin embargo, la venta de su autobiografía nunca se produjo. Rudolf había entregado los primeros manuscritos del libro, pero aún hoy no sabemos qué fue lo que sucedió con este valioso material. Representa un misterio sin respuesta. Creo que alguien guarda las memorias de Spielmann y algún día las sacará a la luz, o al mercado de subastas.

Desolado, Spielmann se encerró en su habitación, donde el 20 de agosto de 1942 fue encontrado sin vida, muerto de hambre. La versión oficial certificó una hipertensión y cardiosclerosis, pero Rudolf murió de pena, esa es la única verdad, en el exilio, devorado por el velo del paladar de una bestia despiadada.

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