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Domingo, 12 de noviembre 2017

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El primer libro que recuerdo haber leído iba de un oso que era tan malo jugando al fútbol que en su equipo de animales lo pusieron de portero suplente, hasta que en la final del campeonato tuvo que salir en el último minuto, paró un penalti y metió un gol de portería a portería. Era rectangular y pequeño, tenía la cubierta blanca con las letras naranjas -o así lo recuerdo yo- y la última vez que lo vi estaba en la despensa de la casa de mis abuelos donde guardaban cacharros, comida no perecedera y todos los artículos que yo escribía entonces en el periódico universitario y aquí mismo, recortados, doblados y clasificados en bolsas de cartón de Zara.

De aquella casa cogí mis primeros libros de la colección Austral que habían sido de mis tíos. Desde aquella casa inmensa en un segundo piso sin ascensor bajaba las escaleras de camino a Rayuela, a Li-Bri-Tos, a la Libería Ibérica, donde a menudo caía un tebeo, un cuento, un Súper Humor si había mucha suerte. Y ahora que ha sido el Día de las Librerías caigo en la suerte de haber crecido en algunas de ellas, de sentir que mi casa está donde esperan mis libros. Quizá por eso las visito como quien va en busca de un viejo amigo, casi siempre movido por la simple apetencia del momento.

Regresar por ejemplo a Rayuela para charlar con Isabel, para saludar a Juan Manuel ahora que se ha tenido que venir de Rayuela Idiomas tras bajarle la pesiana, para ver los nuevos álbumes ilustrados que Mamen siempre me enseña porque sabe que le encantan a M. El primer libro de mi hija fue un regalo de Mamen y esos gestos se quedan a vivir en mi precaria capacidad para el agradecimiento.

Otra mañana quizá toque la esquina de Proteo. Encontrarte allí con Garriga Vela recogiendo su encargo: la última novela de un escritor libanés que por lo visto es la repera. Sentirte culpable y feliz por todo lo que te queda por leer. Bajar la plaza del Teatro, girar a la derecha y asomarte al escaparate de Áncora para comprobar que no hay una sola cubierta que no te guiñe discreta para llevártela a casa. Áncora maneja un catálogo alérgico a la vanalidad y a la impostura y esa férrea disciplina por el buen gusto hace que siga admirando a Enrique desde lejos.

Resisten los libreros a envites trágicos como las obras del metro. Media década empalados en una acera de la Alameda lleva la gente de Luces. José Antonio es el presidente de la asociación de comerciantes afectados por el tajo que abre en canal un negocio que mantiene doce puestos de trabajo en medio del ruido y las franquicias. José Antonio te recomienda un libro según te vea ese día, como el médico que conoce tu cuerpo y el amigo que conoce tu ánimo. Los dos últimos: 'Hozuki, la librería de Mitsuko' (Nórdica) y 'El club de los mentirosos' (Impedimenta y Periférica). Qué ojo tiene José Antonio.

Aunque cuando hay que alimentarse el ojo de belleza, el lugar indicado es Mapas y Compañía. Ya lo dije. Me repito. Nuestra Shakespeare & Company. Maderas nobles, globos aerostáticos y terráqueos, Tintín por todas partes y Cuqui a los mandos para insuflar un cariño cálido que te reconcilia con la vida incluso en los días más sombríos. Porque entrar en Mapas y Compañía se parece mucho a llegar a casa y quitarte los zapatos después de haber estado todo el día dando trechas.

Quizá porque estar allí, como estar en Rayuela, Luces, Áncora y Proteo, se parece mucho a estar en casa. Quizá por eso echo de menos a Li-Bri-Tos y a Cincoechegaray como a los amigos muertos. Quizá por eso, ahora que han desahuciado a mi abuela del lugar donde ha vivido durante más de 60 años para convertir el edificio en apartamentos turísticos, he decidido no regresar, borrarme para no estropear mi memoria inventada con la imagen de toda su vida y toda mi infancia metida en cajas del mismo cartón que aquellas bolsas de Zara. Porque ahora que lo escribo lo sé: donde estén mis recuerdos, mis libros y mis afectos, allí estará mi casa. Y de allí nadie podrá echarnos jamás.

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