De cómo el Congreso se convirtió en corrala-corralón
Antonio Garrido
Domingo, 26 de marzo 2017, 10:19
El edificio de la Carrera de San Jerónimo ha visto muchas cosas a lo largo de su historia desde que en 1850 lo inaugurara la ... Reina Castiza, doña Isabel II, en el solar del que fuera convento del Espíritu Santo. El Palacio de las Cortes ha visto cómo se profanaba su recinto; la última vez con aquello de «¡Se sienten, coño!», donde el desgarro coloquial se correspondía perfectamente con la situación.
De nada se va a asustar el edificio neoclásico. Ha escuchado discursos magníficos, se han sacado pistolas en el hemiciclo, alguna amenaza de muerte revolotea aún por las alturas, no faltaron los desafíos, tampoco, el farfullar de diputados en apuros, las citas literarias inexactas, tantas y tantas cosas que el lenguaje del gesto y la palabra nos ha dejado y nos sigue dejando.
¿Todos los recursos oratorios están permitidos? En teoría sí, por supuesto. ¿Existe algún límite? Aquí llegan las discrepancias. Algunos dirán que claro que no, que hablar de límite es un ataque a la libertad de expresión. Otros diremos que la buena educación es un límite para la vida en general. Queda citar aquello de la dignidad del lugar, sede de la representación de la soberanía nacional.
Cierto es que en un momento de debate acalorado se recurre a formas coloquiales, incluso malsonantes, como califica el diccionario a un conjunto del léxico. Cosa diferente es tener el texto preparado, sin espontaneidad alguna, con premeditación y alevosía, y lanzarlo contra el adversario sin que el contexto comunicativo lo demande.
Exactamente eso es lo que ha pasado recientemente en el debate entre Iglesias y Rajoy, en el que el primero ha empleado la anáfora o epanáfora; es decir, la repetición para descalificar, que no argumentar. El diputado prefiere la anécdota a la categoría y el titular es el objetivo de su intervención. Se trata de ser original y demoledor, de romper moldes, de transgredir, de atacar a la «casta» desde el uso de un registro que no es coloquial, es conscientemente soez, grosero, de niveles culturales bajos, con los que se quiere identificar. Se ha afirmado que el orador pretende ser el Lenin español; le ahorro el trabajo. La denominación ya la ocupó Largo Caballero y ni el uno ni el otro se acercaban al revolucionario ruso, salvo para rendirle culto laico.
Iglesias eligió una serie de frases que empiezan todas por el verbo importar seguido de un complemento. Son frases coloquiales que significan que al interpelado el tema en cuestión no le interesa, que le da igual. Las frases son consecuencia de una afirmación: Usted ya tiene garantizado el apoyo a los presupuestos y, en consecuencia, lo que diga este informe le importa un pimiento, un rábano, un comino, un pepino y podría haber seguido pero no quiso incluir dos que me gustan, ardite y bledo.
Para empezar lo haré con esta estructura, es un ejemplo divertido de Lope de Vega: «Musas, ¿qué importan los honestos bajos / entoldados de medias y chapines / si descubren juanetes y zancajos?». En este caso el importar se refiere a que por mucho que ellas se preocupen las galas no esconden las deformidades. Cito a Lope porque el diputado nombró la prosa del Fénix cuando mejor hubiera sido citar sus versos, que es por lo que ocupa el lugar de Monstruo, como lo llamó Cervantes, en la escena española.
¿Por qué el sentido de no importa se establece con vegetales? Recomiendo al avisado lector que lea la entrada correspondiente del verbo importar en el tomo quinto del 'Diccionario de Construcción y régimen' de Rufino José Cuervo que trae ejemplos estupendos. Dicho lo anterior la razón es que esos vegetales no eran muy valorados, eran de poco precio o de poco tamaño como el comino.
Hay quien afirma que las frases se relacionan con la pintura de bodegones en el barroco. Bledo es también una planta de poco valor con la que se alimentaba a los animales. Ardite era una moneda castellana de poco valor.
Nada de lo anterior es soez ni destacable, lo soez llegó con otras frases, especialmente dos: «Se la suda y se la pela», que tienen al pene como referencia. La primera parece que se relaciona con cierta dolencia, ya descrita por Hipócrates, se trata una sudoración excesiva de la zona genital, inglés y nalgas.
La segunda tiene sentidos diversos, que van desde la retracción del prepucio para dejar descubierto el glande y mostrarlo como se emplea en Argentina, a una forma de negación violenta como en Bolivia, a calificar a un hombre de atractivo como en Colombia: «Ese man (anglicismo flagrante) está rebueno, me la pela» y al uso en México como ser de más valor que otro.
Con el sentido de no importar podría haber usado también la forma de Honduras: «Me la pela el eje».
En fin, ya tiene titular.
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