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Jordi Rebellón y Alberto Jiménez, en el Teatro Cervantes.
Anatomía de un disparo

Anatomía de un disparo

Antonio Álamo retrata los límites de la maldad en ‘El pintor de batallas’, la primera novela de Pérez-Reverte adaptada al teatro. La obra, presentada ayer en el Cervantes dentro del Festival de Teatro, narra el ajuste de cuentas entre un corresponsal de guerra y un soldado

Alberto Gómez

Jueves, 26 de enero 2017, 00:19

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Tras su etapa como corresponsal de guerra, lo primero que se preguntaba Arturo Pérez-Reverte cuando se cruzaba con algún superviviente era qué habría tenido que hacer para seguir vivo. Cuántas armadas disparadas, cuántos principios obviados. Esa «moral bélica», que ha explotado aunque nunca juzgado en sus novelas, queda ahora retratada sobre las tablas en El pintor de batallas, la primera adaptación teatral de una obra del escritor murciano. Antonio Álamo dirige el texto, presentado ayer en el Cervantes con motivo del Festival de Teatro de Málaga, con delicadeza narrativa y austeridad escénica.

La obra, que discurre entre el drama y el thriller, narra el reencuentro entre Andrés Faulques, un fotógrafo de guerra retirado, e Ivo Markovic, uno de los hombres a los que inmortalizó en la Guerra de Croacia. La imagen de aquel soldado, el rostro de la derrota, dio la vuelta al mundo y le valió a Faulques un importante premio internacional cuya dotación económica le permitió adquirir una torre vigía donde jubilarse y comenzar a pintar. Aquella fotografía también tuvo consecuencias para Markovic, aunque de otro tipo; se hizo famoso sin pretenderlo, acabó convertido en un héroe de guerra y en el mayor objetivo para el bando enemigo. Ha pasado sus últimos años buscando a Faulques, ansiando un ajuste de cuentas que pasa, irremediablemente, por el asesinato.

La declaración de intenciones inicial atrapa la atención del espectador, un interés que Álamo trata de que no decaiga durante los ochenta minutos que dura la obra. La escena está coronada por una falsa pintura al fresco que va transformándose en un paisaje de guerra, un mural realizado por el artista plástico Ángel Haro del que Faulques se sirve para explicar sus recuerdos, las heridas imborrables que padece su memoria tras presenciar el espanto. Desde ese punto de partida, el texto diserta sobre el mal y la condición humana, sobre la conciencia y la complicidad de quien asiste al desastre sin participar. «El hombre mata y tortura porque es lo suyo, porque le gusta. Todos somos malvados y no podemos evitarlo», afirma el personaje interpretado por Jordi Rebellón, que soporta el peso del guión al completo junto a Alberto Jiménez.

Códigos morales

En su texto, Pérez-Reverte analiza la vileza y deja al descubierto los códigos morales pisoteados, la resignación acumulada y la desesperación, el barniz de lo civilizado que salta por los aires cuando se trata de vida o muerte. La intensidad de los diálogos, sin embargo, no impide que la obra camine en círculos en algunos tramos, atrapada por su propia retrospectiva. El poderoso planteamiento inaugural, la acción que transcurre en el presente un hombre visita a otro para asestarle un disparo acaba diluyéndose entre los innumerables viajes al pasado de ambos personajes, necesarios para comprender la trama pero redundantes durante la segunda mitad de la obra.

Las interpretaciones de Rebellón y Jiménez, solventes pese a la densidad de algunos diálogos y a la escasa verosimilitud que desprende el acento croata de Jiménez, constituyen el eje sobre el que gira la historia. La iluminación de Ángel Camacho es otra de las piezas que encaja con acierto en este puzzle de dos tiempos, donde la música de Marc Álvarez y la escenografía de Curt Allen resultan igualmente atinadas.

La esperada confesión del personaje encarnado por Rebellón, probablemente el momento más emocionante de la obra, cierra sin aspavientos, como un golpe seco pero certero, una trama de difícil desenlance. Los espectadores que ayer acudieron al Cervantes respondieron con una larga ovación.

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