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Juan Francisco Gutiérrez
Sábado, 19 de julio 2014, 17:21
Juanita Reina, folclórica de tronío, le preguntaron un día si había sido alguna vez infiel a su marido, a lo que respondió: «¿Yo? Nunca. Siempre he sido muy vertical para mis cosas». Recordé este rascacielos de respuesta cuando la otra tarde llegué, desde la antigua N-340, a la urbanización que lleva el nombre de Playamar (o al revés). ¿Desde cuándo fuimos, pensé, tan verticales para nuestras cosas edificadas en la costa? ¿Qué pasión nos llevó a ser infieles a lo horizontal, a ese grito de «al cielo con ellos» que levantó nada menos que 21 torres de pisos (sin contar a Los Tres Caballos, al Solarena y a otros ejemplos menores)?
Conocemos la respuesta, pero no olvidamos la pregunta. Llegas a Playamar por tierra, mar o aire y no hay manera de esquivar este código de barras que forman sus torres, emblema de finales de los sesenta, cuando entraban espuertas de dinero calentito y salían millones de turistas tostados. Explicaba el arquitecto Salvador Moreno Peralta en un documental de TVE (Bajo el sol de Torremolinos) cómo «hubo mucho control sobre el papel y mucho descontrol en la realidad. Mataron el territorio y no vino más el turismo de calidad. No mataron a la gallina de los huevos de oro: sólo cambiaron de huevos».
Antes de que ocurriera, hubo vecinos que le echaron un par para intentar parar la erección de las torres, como contó el creador arriba antes firmante de esta sección, el recordado Francisco Lancha. Al final todos desistieron menos Miguel Sánchez-Apellániz, quien logró hasta una sentencia del Tribunal Supremo, que dictó en 1971 la demolición de unas cuantas torres salvo «que fueran declaradas de interés público». Como cantaba Rosa León: ¿y saben lo que pasó? Pues que con criaturas inversoras ya instaladas y con unos 30 millones de dólares invertidos, el interés público se impuso, aliñado, claro está, con nuestras tradicionales coplas urbanísticas.
Al igual que los dientes, los rascacielos duelen cuando salen, pero después te ayudan a comer; y como las infidelidades, los desmanes parecen curar con el tiempo, que todo lo amnistía. La promotora se llamaba El Cid: quizás por ese premonitorio nombre de victoria, o porque la costumbre es más fuerte que el amor, las torres son ya un querido, pintoresco y hasta chic Algarrobico chico dentro del playazo que se extiende desde Los Álamos al Bajondillo.
La avenida que cruza entre este batallón de torres está adornada de mástiles y banderas, rollo medio verbena, medio cosmopolita. Un guiño a sus primeros colonos europeos, como esa pareja de solitarios maduros ingleses que toma café en el bar El Colorado, uno de los pioneros de cuando los niños soñaban con colarse en las piscinas del complejo. SUR contó en 1978 cómo el celo de los guardas (o quizás otra cosa) impidió el baño al embajador del Zaire en España y a su familia. La Vanguardia tituló: Racismo en Playamar de Málaga. No consta que la razón fuera el uso de bañadores no homologados.
Coches, bares y sardinas
Hoy Playamar no excluye a nadie, salvo a los coches (difícil está el aparcamiento) y es horizonte de bares de copas y de sardinas para los malagueños (el espeto, ese otro eje de coordenadas tan nuestro). Los apartamentos son ya habitados por muchos propietarios de aquí y por otros de fuera, que los alquilan para sacarles partido. Desde sus ventanales contemplan al bullebulle continuo del paseo marítimo, donde van paseantes, corredores y patinadores valientes al pairo de las señales verticales que prohíben sus correrías. Pese a todo, nada peor para un cronista saber que hay más gente por encima de su vista que a ras de suelo.
¿Y del verano qué? Del verano, nada, dicen los taxistas de la parada de Playamar. Sorprendo de palique a un grupo de ellos, como en actitud de pole position. Francis y Rafa, los más habladores, dicen que la cosa no arranca, que a ver si este sábado. «Esto no es lo que sale en la tele, escríbelo. Aquí nos tiramos hora y media esperando algún cliente. La gente viene a los hoteles y ahí se queda». Creen que faltan más zonas de ocio y rememoran veranos de idas y venidas continuas al Tívoli o a Málaga. En el chiringuito Los Manueles, a los pies de las torres desde 1968, un belga llamado Michael encargado con acento españolizado afirma que a diario la cosa está flojita, pero que llega el sábado y ya hay una pechá de gente. Asegura haber notado menos afluencia pero más gasto. Yo descubro que hay piononos en la carta de postres y, por ende, no me sorprende.
Playamar es, en su eje de coordenadas, trasiego del turismo, de lugareños y de malagueños, todos dando viajes hacia las tumbonas, el anual homenaje a la horizontalidad. El viaje diario del sol obliga al final de la tarde a los bañistas a ponerse de espaldas al mar si quieren pillar moreno. Y así, girando sin parar (con el coche o con el cuerpo), no se ve bien el mar pero sí este maridaje convulso de verticales y horizontales que a nadie ya asombra. Último apunte: al caer la tarde acabé con algo de tortícolis de tanto mirar hacia arriba. Pero creí ver en una cama balinesa de tronío (a 20 euros de vellón) a una política local de renombre y algo folclórica. No quise interrumpirla: estaba leyendo. Por temor a errar, su nombre me lo callo. Entenderán que uno también sea vertical para sus cosas.
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