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Tribuna

Marbella: los silencios del territorio

Hace tiempo que quedaron suficientemente desenmascarados los conceptos de ‘lo emblemático’ y ‘lo sostenible’ como recurso para avalar tropelías durante el periodo del despilfarro

SALVADOR MORENO PERALTA

Jueves, 19 de diciembre 2013, 11:03

Antes de que fuera triturado por las redes sociales, el lenguaje era un extraordinario invento del ser humano para transmitir pensamientos y emociones, pero también perverso cuando sirvió para ocultarlos. Según cómo se utilicen algunos conceptos, pueden resultar todo lo plausibles que se deriven de su correcta aplicación o chirriar como un violín rascado por un simio. Tal es el caso de las trampas intelectuales que sostienen la construcción de varios rascacielos emblemáticos en Marbella, alegando que a la ciudad, por lo visto, le faltaba un icono.

Metidos en música, la posibilidad misma de que ésta emerja de una partitura está en la existencia de los silencios entre las notas, tan importantes los unos como las otras. Igual sucede con el urbanismo. Incluso en la hipótesis lefebvriana de una sociedad urbanizada, hoy cumplida, la existencia de un territorio habitable, aún en las más aberrantes conurbaciones, exige la presencia de algunos silenciosurbanos, de unos remansos melódicos en donde, como en el tango, el músculo duerma y la ambición descanse. La codicia, junto al impenitente complejo de inferioridad que nuestro país nunca ha podido disimular, hicieron creer que habíamos alcanzado la modernidad al convertir todo nuestro litoral mediterráneo en un estridente griterío de estalagmitas artificiales, a excepción de las propiedades militaresy Marbella. Pero Marbella va a sumarse al desfile con unos rascacielos construidos con tópicos y tramitados desde la perversión del lenguaje.

Hace tiempo que quedaron suficientemente desenmascarados los conceptos de lo emblemático y lo sostenible como recurso para avalar tropelías durante el período del despilfarro económico y ahí está el caso emblemático de Valencia al amparo de la coartada cultural proporcionada por el llamado efecto Guggenheim de Bilbao. He aquí la primera trampa. Podemos admitir la idea, mal que nos pese, de que las ciudades están en el mercado competitivo de producciones y consumos como si fueran empresas, lo cual nos ha llevado a sustituir la tienda por el escaparate, la necesidad por la pompa, el contenido por su envoltorio, la sustancia por el icono. Admitido esto, en ese escenario competitivo el nicho de mercado lo constituyen aquellos factores que son exclusivos de una ciudad y solo de ella. Marbella es ya suficiente emblema de sí misma por su marco geográfico, su casco histórico, su privilegiado clima, su hinterland, su gente y toda esa gran población de veraneantes y residentes cuyas razones de permanencia se basan en la discreción, frente a las presiones del periodismo de entrepierna y las hordas de opulentos empresarios de nacionalidades diversas que por periódicas camadas la acechan. En la potenciación de esos factores distintivos está su fuerza, que se debilita y se diluye cuando incorpora elementos de lo común. Podrán gustarnos las dos bebidas por separado, pero Marbella con rascacielos será vino tinto con coca-cola: un calimocho.

Otra trampa es convertir esto en una polémica entre parámetros: la altura frente a la extensión, la sostenibilidad del rascacielos singular frente a la ocupación salvaje del territorio. No señor. También quedó desenmascarado hace tiempo ese modelo territorial de falsas ciudades-jardín, desparramado y verdaderamente insostenible, al que nos llevaron, en un totum revolutum desde su moralismo antiurbano, el simplismo ecologista y los movimientos contraculturales, emparentados con el naturismo alemán y los rigores del conservacionismo menonita: el sprawl americano pero en versión adosadas para la clase media española. A los arrobados descubridores de esta pólvora habría que recomendarles viajar un poco. No se trata de descalificar tipologías a priori: se trata de hacer en cada lugar lo que la lógica de ese lugar reclame. Ya que nos solemos comparar con la costa oeste de Estados Unidos, California, miremos cómo los rascacielos sientan bien en San Francisco y en San Diego, pero no en Santa Bárbara ni en La Jolla, dos ciudades perfectamente conscientes de ser ya suficientes iconos de sí mismas: remansos de excelencia medioambiental en los que bajo una atmósfera luminosa pueden confluir en armonía la residencia, el ocio y el trabajo, es decir, la más jubilosa expresión de la calidad de vida, sin complejos ni furores capitalinos.

Dejémonos, pues, de historias y de retorcer el lenguaje con intenciones espurias. Al menos tengamos la gallardía de llamar a las cosas por su nombre, porque toda la vida los negocios han sido los negocios sin necesidad de que les llamen iconos o emblemas. Por la historia sabemos cómo la megalomanía y el priapismo arquitectónico han sido siempre objeto de seducción para unas formas acomplejadas de la política, al margen del verdadero interés ciudadano. Estas torres emblemáticas no van a aportar nada a la maltratada Marbella de Gil, que sólo puede redimirse volviendo a las esencias de su discreción, que es lo que realmente la situaba en el mapa de los más prestigiosos enclaves del Mediterráneo. Porque al final eso es lo que está en juego: en qué mapa quiere inscribirse, si en el de su sólida calidad sin estridencias o en el de un país claudicante que ha decidido ser franquicia de todo y modelo de nada.

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