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Eugenia de Montijo
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Eugenia de Montijo

Fue emperatriz de los franceses y consiguió que por primera vez se concediese la Legión de Honor a una mujer

ANTONIO GARRIDO , ALBERTO GÓMEZ ALEJANDRO DÍAZ

Viernes, 29 de noviembre 2013, 12:57

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Fue la última emperatriz de los franceses. María Eugenia Palafox nació en 1826 en Granada y ha pasado a la historia como Eugenia de Montijo, la esposa de Napoleón III. Hija de los condes de Teba, fue educada en París bajo una severa preparación católica.

Eugenia coincidió con Napoleón III en el baile que celebraba su proclamación como presidente de la Segunda República. Allí, en el Palacio del Elíseo, se forjó una relación que llevaría a la aristócrata granadina a lo más alto del panorama social internacional. La boda tuvo lugar en 1853, un año después de que Luis Napoleón fuese proclamado emperador bajo un gobierno sin oposición debido al control policial y a la censura de la prensa. En un discurso que pronunció poco antes de su boda, Napoleón aseguró: «Prefiero casarme con una mujer a la que amo y respeto que con una desconocida, con la que una alianza podría tener ventajas mezcladas con sacrificios». El comentario fue percibido con cierto sarcasmo entre numerosos círculos franceses. El ansiado hijo, necesario para conceder futuro al Imperio, llegó en 1856.

Eugenia de Montijo desempeñó la regencia del imperio en tres ocasiones. Ávida de poder y resignada a las infidelidades de su marido, se dedicó a participar de forma activa en los asuntos políticos del país: dio ideas para convertir París en la Ciudad de la Luz, apoyó la instauración de un imperio en México y consiguió que por primera vez se concediese la Legión de Honor a una mujer. En octubre de 1869 inauguró el Canal de Suez. Fue el último acto solemne. Al año siguiente todo el país presentía la guerra, y la declaración de la misma a Prusia no se hizo esperar. La emperatriz trató de sostener aquel decorado imperialista, pero el encarcelamiento de su marido tras el conflicto franco-prusiano supuso el final del sueño de la granadina.

Le esperaba, sin embargo, una suerte mejor que a María Antonieta, reina a la que admiraba; pudo escapar de un París efervescente en el que el absolutismo había sido desmantelado para siempre tras la Revolución de 1789. Ya anciana, desde su refugio en Biarritz, fue testigo de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial. Saboreó aquel final como una última venganza.

Participación política y muerte

Cuando dio a luz a su hijo, su posición en el Segundo Imperio adquirió más importancia. Fue entonces cuando Eugenia de Montijo decidió participar de forma activa en la política de la época. Desempeñó la regencia en tres ocasiones: durante las campañas de Italia en 1859, durante una visita de Napoleón III a Argelia en 1865 y en los últimos latigazos del imperio. Apoyó las investigaciones de Louis Pasteur, que acabarían en la vacuna contra la rabia, y asistió a la inauguración del canal de Suez. Demostró su ferviente catolicismo en numerosas ocasiones. Se opuso a la política de su marido en lo referente a Italia, siempre con el objeto de defender los privilegios del Papa, e intentó fallidamente instaurar una república católica en América del Norte. Tras la abolición de la monarquía, la corte imperial francesa se trasladó a Inglaterra. Eugenia, nostálgica por el esplendor de antaño, nunca soportó el exilio. Napoleón III murió en 1873, pero el golpe más duro de la biografía de la granadina ocurrió seis años después, cuando su único hijo falleció a manos de un grupo de zulúes en Sudáfrica. Destronada, viuda y sin el hijo que tanto anheló, a Eugenia le costó recuperar la sonrisa. Con todo, vivió cuatro décadas más. Murió en el madrileño Palacio de Liria a los 94 años.

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