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Literatura

Voces Blancas

Crítica literaria de 'La cruzada de los niños'

Juan Francisco Ferré

Lunes, 16 de julio 2012, 20:46

Se quejaba hace años Luis Alberto de Cuenca de que se cometía una injusticia literaria cuando cualquier enciclopedia le concedía a Proust siete páginas y solo siete líneas a Marcel Schwob (1867-1905). Esta consideración ha cambiado bastante y a Schwob lo citan hoy muchos que no han leído una línea de Proust y su maravillosa aventura verbal en pos del «tiempo perdido». Así de veleidoso es el gusto. Esta reevaluación crítica de la figura de Schwob se debe en gran parte a Borges, que lo promovió al rango de genial precursor de sus aventuras intelectuales y de su estética literaria.

La cruzada de los niños (1896), esta joya narrativa nuevamente traducida, es un ejemplo del virtuosismo literario y la erudición histórica de Schwob tanto como de su original concepción de las relaciones entre la literatura y la realidad. Es paradójico quizá que un autor tan escasamente realista sea a la vez uno de los más rigurosos intérpretes de la idea de mímesis. Schwob fundó el refinamiento de su arte de la «invención circunstancial», como Borges lo denomina, en el equilibrio entre las diferencias y las semejanzas en la representación de una realidad infectada de fantasía. «La diferencia y la semejanza son puntos de vista», declaró en un ensayo de Espicilegios (1896). Ese juego caleidoscópico con la perspectiva es uno de los encantos supremos de La cruzada de los niños, imaginada como una vidriera alegórica conforme al principio de que «todo en este mundo no son más que signos, y signos de signos».

En la filosofía de Schwob las cosas y no las palabras son «signos de lo incomprensible» y qué hay de más incomprensible que esta historia legendaria sobre siete mil niños que se movilizaron en la Francia del siglo XIII para acudir a Jerusalén como un ejército espiritual a salvar el santo sepulcro de Jesucristo. Las voces blancas que guían a los niños iluminados en su misión imposible pertenecen a esa dimensión de la fe que participa de una cierta demencia, sin duda, pero también de la belleza que excede la esfera racional. El tono negro, la marca maléfica de Sade y Poe en la sensibilidad de Schwob, se suaviza aquí para imponer el dominio estético del blanco, desde las ropas infantiles hasta el coro de voces. La blancura como símbolo de inocencia y de pureza, desde luego, pero también de opacidad y turbiedad, no de transparencia, como diría el erudito Schwob citando la teoría cromática de Goethe para inscribir su luminoso relato en la «abstracción lírica» que, según Deleuze, expresa «la relación de la luz con el blanco».

La inteligencia del montaje narrativo radica, por tanto, en que las ocho voces que dan cuenta de la desastrosa expedición de los niños devotos correspondan, jugando con las diferencias y las semejanzas, a un goliardo, un leproso, dos Papas (Inocencio III y Gregorio IX), tres niños y una niña, un escribano y un mahometano. Este juego prismático es magistral porque permite enfocar el singular acontecimiento desde fuera y desde dentro, desde la óptica parcial de sus ingenuos actores y de los testigos elegidos con malicia. Voces blanqueadas, como los sepulcros fariseos, de un relato octogonal cargado de ironía secreta que demuestra que Schwob era, como dice Vila Matas en el estupendo prólogo, un gran innovador, anticipando técnicas que muchos escritores modernos se apropiarían (Gide) o descubrirían por sí mismos (Faulkner).

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