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EL EXTRANJERO

Juan Marsé

Con ese descubrimiento, Marsé, después de un traspiés al otro lado de la luna y de haberse ido a trabajar de chico de laboratorio a París, reapareció con una de las novelas más memorables de nuestro siglo XX. 'Últimas tardes con Teresa'.

ANTONIO SOLER

Domingo, 30 de noviembre 2008, 04:51

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A Marsé lo adoptaron dos veces. Una cuando iba camino de la inclusa y se llamaba Joan Faneca, y otra cuando era un muchacho de arrabal que había leído 'Las nieves del Kilimanjaro' y soñaba con ser escritor. La primera vez lo adoptó el señor Marsé, la segunda los señoritos Gil de Biedma y Carlos Barral, que se vieron sorprendidos por ese novelista del lumpen, guapo al estilo Mastroianni y con más talento narrativo que nadie en su generación. Los señoritos, claro, no eran señoritos. Sólo tenían dinero y pedigrí, y criterio literario. Al muchacho que había escrito «Encerrados con un solo juguete» le mostraron la parte alta de Barcelona, la que colinda con el Guinardó pero tiene bibliotecas de palisandro y, en la época, criadas de Murcia. Con ese descubrimiento, Marsé, después de un traspiés al otro lado de la luna y de haberse ido a trabajar de chico de laboratorio a París, reapareció con una de las novelas más memorables de nuestro siglo XX. 'Últimas tardes con Teresa'.

Había mezclado los dos mundos, el de su infancia y el de esa juventud en la que la alta burguesía barcelonesa lo había sacado a bailar. Clase obrera, delincuentes de poca monta, universitarias en busca de emociones, contestatarios de pacotilla. Ahí tenían su carné de identidad y sus coordenadas, los hijoputas y la seda, el revolucionario con bromuro y la doncella.

Alma de inclusero. La literatura es el terreno de los exiliados. Aquí reinan las leyes de los que no tienen otra patria que lo que no fue. 'Un día volveré', las aventis, Sarnita, Javaloyes, esos héroes del hambre y la traición, esa épica construida con cartelones de películas y la penumbra vaporosa del cine Verdi, del Roxy, 'El embrujo de Shanghai', falangistas y matones, Jan Julivert Mon, «hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños». Quien quiera saber de qué pasta estamos hechos y cuál es nuestra auténtica memoria histórica que abra un libro de Juan Marsé. Rebelde, «poco hablador y burlón» en el cuerpo a cuerpo, todavía usa maneras de seductor. El tiempo le ha dado la cara de uno de sus personajes, pero los ojos siguen siendo los de aquel chico que dejó el colegio con apenas trece años y miró a fondo la vida que le rodeaba. Él le puso al mundo una pátina de melancolía, un desgarro juvenil por no se sabe qué tiempo o qué dioses perdidos. Elevó la derrota a categoría de arte. Ahora le colocan el laurel de Cervantes.

La justicia, a veces, también pasa por el reino de los desheredados. Sin embargo, ya es tarde para que la oficialidad le ofrezca su tercera adopción. El Pijoaparte camina solo. Dos pasos por detrás lleva la escolta de quienes aprendimos parte de la cartilla literaria en sus renglones, no porque nos enseñara a escribir, sino porque como ha dicho Eduardo Mendoza, nos enseñó algo más importante, a ser nosotros mismos.

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