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SUR DE EUROPA

Ángel ausente

Angélico poeta, escritor inmortal, inmenso amigo: dicen que en las noches de invierno tus cenizas se van haciendo blancas hasta que se convierten en nieve. Pero sólo la ven los poetas y los ángeles.

PEDRO APARICIO

Sábado, 5 de abril 2008, 03:41

NO espero más, querido Rafael. Desde hace un mes frecuento el barrio en que vivías, y me duele tu ausencia más que nunca. Paso a diario frente al portal de tu casa, bebo mi primer café en el Bilmore, me saludan tus vecinos y compro los periódicos en el quiosco de Antonio. Hace tiempo que quería contártelo pero no me decidía a escribirte. Ahora tu hermano -mi querido Esteban- me ha invitado a su casa en el campo para enseñarme el lugar en que te gustaba sentarte. El mismo donde, hace ocho años, recibió el viento tus cenizas. Y he querido contártelo en esta carta. Quizá es excesiva la dirección postal que en ella he escrito. Hubiera bastado un «Entregar al angélico escritor malagueño» pero, como ves, añado entre paréntesis tu nombre terrenal -Rafael Pérez Estrada- y algunos datos más: genio, poeta, mago, narrador, dramaturgo, pintor, amigo de Friguel por si cae en manos de algún repartidor bisoño que aún no te conoce.

Tras una hora de carretera y misteriosas bifurcaciones -Juvenal me señala en cada una qué camino elegir- llegamos ante la pequeña y amorosa casa, entre olivos y viñedos, al pie de Sierra Tejeda. Hay un silencio limpio y azulado. En la lejana ladera blanquea el pueblecito. Sale Esteban de la casa, sonríe acogedor y me señala dónde puedo estacionar. También nos recibe Filo, organizadora, resuelta, animosa, detallista. Me enseñan tu habitación fresca y antigua.

A media mañana, bajamos una empinada cuesta entre matas de mejorana y zarzas florecidas, hasta llegar a un llano despejado. Es un mirador frente al barranco. Esteban me señala el pequeño banco, bajo los algarrobos, donde tú te sentabas. Todos guardamos silencio. Imagino cuántas palabras has hecho nacer aquí. Fuiste un torrente de versos, frases, fantasías, metáforas y ritmos. De literatura. De palabras que parecían pinturas y pinturas que parecían palabras. Oigo los ruiseñores; miro las adelfas a punto de florecer, el barranco en sombra y, abajo, el regato de agua muerta. El momento es mágico. Angélico poeta, escritor inmortal, inmenso amigo, dicen que en las noches de invierno tus cenizas se hacen blancas y se convierten en nieve. Pero sólo la ven los poetas y los ángeles.

Volvemos a la casa. Llegan Víctor y María Luisa. ¿Querida Luisa serena, elegante, cercana y guapa! Esteban es, casi, tan buen cocinero como buen médico. En la tertulia reímos recordando tus historias. Como cuando en una exposición de pintura -estaba yo contigo- cogiste por la muñeca al engreído artista, y mientras azotabas suavemente su mano, le advertiste: «¿con la pintura no se juega!» O cuando anunciaste en TVE que, para torear en La Malagueta, pronto exigiríamos el bañador de luces

Atardece. Ahora hablamos de tu madre luminosa -los versos de Musset parecían escritos para ella- y de tu padre a quien admiro, aun sin haberlo conocido. Inesperadamente, Esteban nos manda callar. Solemne y caluroso, me dirige palabras que nunca olvidaré y me regala un magnífico dibujo tuyo. Voy a dar las gracias conmovido, cuando alguien dice que tú estarías muy contento porque yo tuviera aquel recuerdo. Y un sabor a mar en la garganta me impide pronunciar una sola palabra. Luego salimos para ver ocultarse el sol. El crepúsculo me parece un reproche, y se me va el corazón allá abajo, al tajo de tus ensueños y tus cenizas, a la luz de tus ojos cerrados.

Nos despedimos bajo la última claridad. Juvenal vuelve a orientarme en las bifurcaciones del regreso. Recordamos a Antonio Soler. Entramos en la ciudad, donde me esperan tu barrio y tu ausencia. Ya en mi casa, leo un poema de Claudio Rodríguez: «Si tú la luz te la has llevado toda, / ¿cómo voy a esperar nada del alba?».

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