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La palabra al principio y al final
lITERATURA

La palabra al principio y al final

Los autores hispanos se mueven con soltura y dominio en el terreno del cuento

ANTONIO GARRIDO

Viernes, 12 de octubre 2007, 13:42

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NO me cabe la menor duda de que pese a décadas de reflexiones, más o menos afinadas, de enfrentamientos casi nunca sosegados, de cientos o miles de páginas dedicadas a argumentar sobre qué somos, o son, o soy, escritas a ambas riveras de la Mar Océana, de desacuerdos estériles y de acuerdos que tampoco han dado mucho fruto, siempre nos queda la manera de ver el mundo, el modo de comprender y construir la realidad, la lengua, ni más ni menos, el español, materia prima para una de las literaturas más importantes de todas las existentes, una literatura que nos inunda y nos abraza y nos llena y nos altera y nos hermana, guste o no, se reniegue o no de la casa del padre y de la madre que es el idioma de Cervantes. En fecha de aniversario tan dada a la polémica es bueno tener presente el cante de ida y de vuelta que es ese universo, mucho más importante que la realidad, construido de versos, de acciones, de personajes, de lugares, de diálogos, de tiempo, de ensayos, de reflexiones, de tantas cosas que nos han formado con el barro de los sonidos juntos.

Vaya por delante que hay un libro que se lee con provecho para mi objetivo, lo escribió Mario Vargas Llosa, se titula 'Diccionario del amante de América Latina' y está publicado en la editorial Paidós. Es un buen compañero de viaje por esa realidad que tuvo que ser nombrada por los cronistas de Indias con palabras ya gastadas que adquirieron nuevos relumbres y fulgores arrancados al cerro de Potosí. La literatura hispanoamericana es un mar sin orillas con islas pródigas que tienen nombres llenos de belleza: Paz, Borges, Neruda, Rulfo, Asturias, Carpentier, Reyes, Cortázar, Darío, Arguedas, sor Juana, Lezama, Onetti, el Inca Garcilaso y el propio Mario, siempre tan cuidado y cortesano, sin olvidar a Valle Inclán, padre de la estirpe de los dictadores, nacido por aquí pero más de allí en la mirada y en la mueca de Santos Banderas; y así podría seguir pero es cosa de detenerse en una reflexión y en dos de esas islas.

Afirmaban los romanos, con cierta razón, que la sátira era un género de su propiedad; en lengua española la otra banda del Atlántico puede decir casi lo mismo respecto al cuento. El cuento en español tiene su centro en América; las razones son variadas pero la afirmación resiste pocas objeciones, y no me refiero a la cantidad sino a la calidad. Cientos, miles de cuentos que nos llegan de la mano de una nómina impresionante de cuentistas que han dado y siguen dando vueltas de tuerca al género. La brevedad narrativa, es curioso en parajes tan dados al barroquismo, es un terreno donde los hispanoamericanos se mueven con una soltura admirable, con un dominio insuperable y sería casi ofensivo que me decantara por ninguno en concreto.

Las islas centrales que he elegido para detenerme se llaman Borges y Onetti. Voy a hacer aguada en sus puertos. Borges es la biblioteca infinita, el elitismo canalla, el tango bailado en Suiza, el guiño malévolo, la mentira elevada a suprema categoría estética, el conocimiento de las sombras, Homero hablando inglés, un tigre y un cuchillo, la primera letra del alfabeto que contiene todos los mundos, las infamias más refinadas. En Borges, siempre por llevar la contraria, las palabras son ideas, son precisas, de manera que se acercan más a la manera de expresarse en lengua inglesa que a las formas pirotécnicas del español. Esa es una de las claves de su originalidad, una de las claves de su estilo; no es difícil entender lo que digo si se lee a Lezama que es lo contrario, es puro olor y sabor y no concepto ni definición. La anomalía borgiana es una riqueza inagotable.

Onetti es el moho, el verdín que se extiende por las máquinas en los galpones de un astillero del que no saldrá ningún barco, es un hombre absurdo que me mira con una pistola en la mano, alguien que se empeñó en vivir en la cama, es la risa loca de la hija de Petrus, es la teta de Gertrudis sajada por el bisturí, teta, no de novicia, pero sí nívea cumbre desaparecida, que deja un hueco a la locura del beso como única posibilidad de convencer a Gertrudis de que no importa la mutilación. Onetti es el desamparo de un paisaje de ruinas donde Valdés Leal sigue pudriendo al obispo y al caballero, a la tiara y a la mitra, es el asco de la gusanera, no otra cosa que la vida pasada por los barros del río de la Plata. Es una vieja chaqueta que cubre el cuerpo de una mujer embarazada que acaricia las cabezas de los perros en la puerta de una choza, es el sonido que produce arrastrar unos pies cansinos por un camino que no lleva a ninguna parte que no sea la soledad.

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