Borrar
Viaje al horror de Auschwitz

Viaje al horror de Auschwitz

Campos de concentración como este recibieron los primeros contingentes de presos en el verano de 1940. Ahora son un recordatorio de hasta dónde puede llegar la crueldad humana

CÉSAR COCA

Madrid

Viernes, 26 de enero 2018, 20:19

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

A los 728 presos políticos que el 14 de junio de 1940 llegaron a Auschwitz y comenzaron a ocupar sus hasta entonces vacíos pabellones la instalación no debió de causarles demasiada inquietud. Había vallas, sí, y torretas con vigilantes, pero los edificios de ladrillo visto, perfectamente alineados junto a una arboleda, tenían –y tienen– el aspecto de una colonia de verano. Seguro que tanto ellos como algunos grupos de intelectuales y líderes políticos y sindicales que llegaron semanas después, a lo largo de aquel verano de hace 77 años, pensaron que eran mucho más afortunados que los profesores de la Universidad Jagellónica de Cracovia, que meses antes fueron convocados por el III Reich a un acto académico para analizar la reforma de las enseñanzas superiores y salieron del claustro directamente hacia el paredón. Lo que aún hoy encoge el corazón al pasear por el lugar es la evocación de lo que allí sucedió.

Tras visitar Auschwitz, las películas y las novelas sobre el Holocausto se convierten en edulcoradas visiones de una tragedia de tal magnitud que escapa al entendimiento humano. A Polonia conviene ir leído para comprender la naturaleza de las múltiples heridas del país a lo largo de su historia. A Auschwitz es imprescindible ir llorado de casa porque la visita es un insoportable ‘crescendo’ en el horror y la constatación de que al ser humano le quedan muchas conquistas pendientes en cuanto a ciencia y conocimiento y muy pocas en lo relativo a crueldad y capacidad de humillación de sus semejantes. Este 27 de enero se conmemora el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto, tras una resolución de la ONU en 2005.​

Auschwitz 1, el campo en torno al cual se organizó el complejo, es un hoy un museo en el que no todo lo que se muestra es original. Lo advierten los guías y está escrito en unos carteles en varios idiomas. En los sucesivos pabellones, el visitante recorre pasillos cubiertos con las fotografías de los prisioneros: caras demacradas, con la sombra de la Parca ya en la mirada, y las fechas de ingreso en el campo y de muerte. En la mayor parte de los casos, unas pocas semanas; unos meses para los más desafortunados porque eso significó un sufrimiento mayor para terminar igual. Las mujeres, con el pelo cortado a tijeretazos, parecen mirar como si no terminaran de creerse lo que estaban viviendo.

Los distintos pabellones del campo central del complejo explican cómo era la vida allí, con fotografías que lo documentan: la banda de música organizada no para amenizar la estancia de los prisioneros sino para mejorar el ritmo del recuento diario; los camastros donde intentaban dormir, las letrinas. En otros pabellones se agolpan las propiedades de los cautivos: montañas de maletas en las que, con la esperanza de recuperarlas, habían escrito su nombre y dirección; zapatos; ropa de niño; gafas; cazuelas que pronto se convirtieron en bacinillas; prótesis arrancadas tras la muerte de sus dueños. Y pelo: siete toneladas de cabello humano que los soldados soviéticos hallaron al entrar en el campo. Los ‘sonderkommandos’ (prisioneros que hacían de guardias de sus compañeros, prolongando así sus vidas durante unos meses) cortaban el pelo a todos los muertos. Con ese cabello se producían telas y alfombras.

El pabellón 11 está al final del campo: era el destino de los prisioneros que sufrían algún castigo (añadido). Ahí está la celda en la que se hicieron los primeros experimentos con gas. Un fracaso para los gestores de Auschwitz: los presos tardaron casi día y medio en morir. Una eternidad en un campo que llegó a tener 100.000 reos de manera simultánea. El procedimiento se perfeccionó con rapidez: hacia 1943, cada una de las cuatro cámaras de gas de Birkenau tenía capacidad para 2.500 prisioneros, que morían en media hora desde que el Zyklon B empezaba a colarse por los conductos, un ritmo imposible de igualar por los hornos crematorios. Esas instalaciones fueron destruidas por los nazis antes de abandonar el campo y así siguen (la declaración de Birkenau como Patrimonio de la Humanidad hace que no pueda tocarse nada y todo está como en 1945, con el deterioro añadido por el tiempo). Pero en Auschwitz 1 hay una cámara reconstruida a partir de restos de la original: incluye la sala donde se desnudaban los condenados, la estancia donde los gaseaban y otra en la que acarreaban los cadáveres para enviarlos al crematorio.

En el pabellón están también las celdas de castigo. Cuatro de ellas son recintos de un metro cuadrado por dos de alto a los que se entra por una trampilla situada en el suelo. Cada celda, sin ventana, luz ni respiradero, estaba ocupada por cuatro prisioneros, obligados a estar inmóviles durante 24 o más horas.

Junto al pabellón 11 está la Plaza de los Fusilamientos. La preside una bandera a rayas azules y blancas, el color de los uniformes. Muy cerca hay una especie de picota con un gancho del que se colgaba al preso condenado a tal castigo, al que previamente se le habían atado las manos a la espalda. Cuando horas después lo bajaban de allí, los guardianes del campo verificaban que no podía trabajar, tal era el descoyuntamiento de sus huesos, y entonces lo enviaban a la cámara de gas.

‘Arbeit macht frei’ a la entrada
‘Arbeit macht frei’ a la entrada

Nueve de cada diez muertos en Auschwitz estaban en Birkenau, una división del campo situada a tres kilómetros de la central, a la que se llega por una carretera salpicada de rotondas que atraviesa un paisaje anodino. Desde la entrada misma, con un largo pabellón de ladrillo con la enorme puerta que atravesaban los trenes cargados de prisioneros, la imagen es de completa desolación. Si los inquilinos de Auschwitz 1, o de las pequeñas instalaciones satélite del complejo, tenían alguna posibilidad de sobrevivir mientras sirvieran para trabajar –aunque pronto se dieron cuenta de la falacia que encerraba el famoso cartel situado a la entrada:‘Arbeit macht frei’–, los de Birkenau estaban condenados desde el primer momento. En realidad, el campo era un lugar de permanencia hasta la cámara de gas.

Los prisioneros llegaban en trenes formados por vagones de mercancías, en largos viajes durante los que no recibían alimento ni bebida. Tampoco disponían de lugar alguno para sus necesidades fisiólogicas básicas. En cada vagón iban 80 personas. Uno de ellos se conserva en el apartadero, el lugar en el que los trenes se detenían para que bajaran los condenados. Allí mismo se hacía la clasificación: el médico del campo, con una simple indicación, los enviaba a la izquierda o la derecha. Unos iban directamente a las cámaras de gas. Los otros aún realizarían algunas tareas mínimas en el campo antes de que llegara su turno.

Tres cuartos de siglo después años después de la apertura del campo, apenas quedan en pie dos centenares de barracones de los casi mil que llegó a tener Birkenau. Debido a su mal estado (muchos son de madera), solo pueden visitarse unos pocos. Uno de ellos era utilizado como dormitorio: no hay camastros pero no es difícil imaginar el grado de hacinamiento en el que vivían, el frío que se colaba por las enormes claraboyas (es frecuente que en esa zona los termómetros alcancen los 20 grados bajo cero en invierno) y la proliferación de insectos y roedores que transmitían numerosas enfermedades.

Otro pabellón que puede contemplarse es el de los retretes. Había dos en el campo:uno para mujeres y otro para hombres. Solo estaba permitido su uso a primera hora de la mañana y última de la tarde. Quien era sorprendido orinando en otro momento sufría un severo castigo. El barracón tiene alrededor de 300 ‘inodoros’ que no son más que círculos abiertos en un bloque de cemento. Allí, tocándose literalmente, sin el menor atisbo de intimidad, los presos disponían de 20 segundos. Al salir, mientras el siguiente turno ocupaba ya su lugar, se lavaban las manos en unos grifos casi sin detenerse. Les esperaba un cazo con algo que decían que era café. A mediodía, un mendrugo de pan y un poco de agua turbia que llamaban sopa. Por la noche, unos pocos gramos de carne al borde de la putrefacción.

Alexander Vorontzov, el camarógrafo soviético que acompañaba a las tropas, nunca pudo olvidar los rostros que vio en Auschwitz. Ni el hedor que despedían aquellos barracones. Ahora no huele a nada. Si acaso, a hierba y bosque. El tiempo ha borrado muchas huellas de la tragedia, pero la Historia no debe olvidarse. Todo esto sucedió en el corazón de Europa.

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios